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Carmela García Prieto

Lo suficiente lejos

Declaración de amor a un padre

En la nieve. AlexRaths

Hoy me levanté pensando en esquiar. Oyes –lees– bien, en esquiar.

¿Has esquiado alguna vez? Yo no recuerdo no saber esquiar, igual que no recuerdo no querer ser escritora. Cuando era pequeña, antes de saber andar, mis padres me abandonaban una semana al año en las guarderías francesas al pie de los Alpes mientras ellos subían y bajaban por las montañas. No puedo mentir, no me acuerdo de aquello, pero me puedo imaginar, porque me he visto en fotos, embutida en cien capas multicolores –nunca suficiente abrigo para una madre–, llorando al ver como mis padres y mi hermano Juan se iban deslizándose sobre sus esquís mientras yo estaba condenada a hacer muñecos de nieve.

A medida que crecía y pesaba más y mis pies me sujetaban, los “jardins d’enfants” fueron dando paso a las “écoles” de ski. La verdad es que seguía siendo igual de dramático separme de mis padres, a los que a veces veía desde la silla y entonces volvía a llorar suspirando por su compañía. De esos primeros cursillos sí que tengo algunos recuerdos propios. Pinceladas de profesores, de caídas, de cansancios. Y una imagen grabada, mis esquís pequeños deslizándose rapidísimo, casi sin tocar la nieve, entre los esquís grandes de mi padre, que me sujetaba por debajo de los brazos. Yo solo quería, igual que me pasó después en muchos otros ámbitos de mi vida, aprender para poder dejar de ser enseñada.

Mi mayor fustración eran las competiciones del último día de la semana de esquí. Ya podía yo tirarme en picado por la pista, que mi medalla siempre era de cobre, la misma que le daban a todos por acabar el cursillo. Y la de Juan siempre de oro. Ahí empecé a asumir las derrotas, y a justificarlas como ajenas, porque yo no pesaba lo suficiente, mis esquís no eran lo suficiente largos, él era más mayor.

Un año, de repente, ya no íbamos a clases de esquí y la última etapa de aprender a esquiar que recuerdo (ahora ya no aprendo, ahora practico), consistía en seguir a los padres. Tiempo después mi padre me confesó que, a propósito, en Fuentes de Invierno, en Baqueira, en Formigal o allá donde fuéramos, me metía en “marrones” para comprobar, lejos como para que me sintiera sola, cerca como para que no lo estuviera en absoluto, si saldría de ellos. Así ha sido la educación de mi padre. Seguramente, si no lo había hecho ya, se haya enjuagado su primera lágrima en ese punto y seguido. O en este. Pocas cosas puede agradecer más una hija, que cargar –aunque a veces pese– con el orgullo constante de un padre, sabiendo que es fácilmente accesible, pero no totalmente incondicional. No recuerdo no haber sido capaz de superar un “marrón”, con nieve de por medio o sin ella. He empezado hablando de esquiar, y al final, resulta que todas las pistas acaban en mi padre, que asintió cuando empecé la ingeniería y aplaudió cuando la acabé, pero volvió a asentir ante el máster de edición literaria y ahora aplaude lo que publico.

Después de operarle del corazón, coincidiendo con la época en la que dejé de heredar esquís y por fin tuve los míos propios, la distancia que me recortaba mi padre al bajar, era menor. Al final, dejó de tener que esperarme y hubo un día, como él no podía pasar de ciento veinte pulsaciones, en que le esperé yo. Era demasiado pronto. Me prometí no adelantarle nunca más, porque entonces me encontré con el siguiente problema. Una vez que ya era rápida y confiaba en mis rodillas, que eran largos mis esquís y suficiente mi técnica, al adelantar a mi padre, que conocía todas las estaciones, me perdía.

Así estamos ahora. Le sigo muy de cerca, a veces por su misma huella, a veces dejando mi propio surco, hasta que ya veo el final de la pista y estoy segura de por dónde sigue el camino. Solo entonces le paso zumbando por un lado, para que vea todo lo que he aprendido y lo bien que lo hago. Mira papá, soy de letras.

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