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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Desabastecimiento

Nuestra sociedad no está preparada para los sacrificios

Los nacidos a mediados del siglo XX sabíamos de las terribles consecuencias del desabastecimiento por las historias remotas que relataban nuestros padres o abuelos. Que si tenían que alimentarse a base de rábanos, berzas o tortos. Que si no había más pan que el negro, el aceite era un lujo y los huevos se guardaban para las fiestas. Sabíamos del desabastecimiento por expresiones heredadas de un pasado lejano como “más hambre que en el 41” o “estaba tan desnutrido que parecía el hambre en Rusia”.

Conservamos tics heredados de nuestros progenitores. Lecciones que intentamos, sin éxito, trasladar a nuestros hijos. Rebañamos los platos como si tuviéramos hambre atrasada, como si hubiera que atiborrarse bien hoy por si mañana ya no fuese posible. Repetimos a la menor ocasión eso de que la comida no se tira, lo que está en el plato se acaba o lo que los restos del mediodía se guardan para la cena. Sólo nos falta recordar cuánto darían por ese plato de lentejas los famélicos niños africanos o besar el trozo de pan antes de tirarlo.

Nuestros hijos nos miran como marcianos, claro. Como lo que, en realidad, somos: esa generación intermedia entre los que pasaron hambre y a los que les sobra la comida. Somos seres venidos de otro tiempo, de otro siglo, de otra era, que pasó y creíamos, ilusos, que no podía volver.

Y de repente aquí está, de nuevo, el desabastecimiento. Tuvimos los primeros síntomas cuando un simple buque encallado en el Canal de Suez interrumpió durante una semana la cadena de suministros en Occidente. Amazon dejó de servir de un día para otro, dejamos de recibir productos de China, a los vendedores no se les caía de la boca el no hay nada que hacer hasta que refloten el “Ever Given”.

Acto seguido llegó el covid. Más desabastecimiento. Tuvimos que soportar que la farmacéutica nos llamara acaparadores por pedir cuatro mascarillas, una por cada miembro de la familia. Tuvimos que evitar la mirada amenazante de los empleados del supermercado por comprar un pack de papel higiénico. Como me acordaba de mi padre que siempre llevaba unas hojas de periódico por si acaso. Tuvimos que dejarnos greñas porque las peluquerías estaban cerradas, prescindir del gimnasio. Hubo, incluso, quien se quejó de que ya no podía tomar gintonics porque la ginebra no llegaba.

Con Filomena, aprendimos la incomodidad de acumular la basura en casa durante una semana. Hay que ver cuánto desecho acumulamos. Supimos que las bolsas de basura que dejábamos en la calle por la noche no desaparecen por arte de magia por las mañanas. Nos pasaba como a los niños que se maravillan de que las camas de los hoteles que dejamos desechas aparezcan impolutas cuando volvemos como si un hada hubiera ejercido su magia.

Y ahora, por Putin, por la guerra, por el problema de la energía, por los indómitos camioneros o por la inacción del Gobierno –ya no sabemos a quién culpar–, volvemos a enfrentarnos al desabastecimiento. Llegan noticias sobre toneladas de pescado echadas a perder y de fábricas que dejan de producir. Nos inundan con imágenes de estanterías de supermercado vacías, como en Cuba o en la Rusia soviética.

Y, lo peor de todo, estamos sin leche ¿Y cuándo se acabe la leche, qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a tomar los cereales?, preguntan los hijos alarmados ya no solo ante la carencia de alimento tan esencial, sino solo con la posibilidad de tener que racionarlo. Uno les contesta de broma: pues habrá que buscar una vaca. Y en el fondo se alegra de que así sea. Se alegra de que nuestros hijos sepan lo que es racionar, carecer, sacrificarse. Que incluso pasen hambre, solo un poquito de hambre, para que conozcan una sensación tan necesaria para enfrentarse a la vida.

No es popular decirlo, pero a esta sociedad de la opulencia, de la abundancia, del derroche, le hacía falta un toque de atención, un recordatorio. No siempre ha sido así. No siempre ha habido de sobra y no tiene por qué haberlo en el futuro. Este mundo que creíamos infalible es mucho más frágil de lo que parece. Una guerra, una pandemia, una nevada y hasta un buque encallado pueden echar por tierra lo que pomposamente llamamos estado de bienestar.

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