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Javier Junceda

Asturias comarcal

Propuestas para una nueva gestión del territorio

Los aprietos que el despoblamiento ya provoca en amplias zonas del Principado demandan nuevas respuestas. No son pocos los municipios asturianos en riesgo de carecer de capacidad fiscal suficiente para levantar cada mañana sus persianas, debiendo de hacerlo como cuando tenían una holgada hacienda. En esta complicada coyuntura, repensar las fórmulas de organización con que contamos para optimizar los recursos –máxime tras las calamidades sanitarias, económicas o bélicas que venimos encadenando–, parece del todo obligado, aunque la inercia política o institucional invite a dejar las cosas como están a la espera de tiempos más boyantes.

Al lado de las penurias extremas de determinados erarios municipales, tampoco resulta razonable que desde los Ayuntamientos se atiendan a menos habitantes con similares facultades financieras a las que empleaban cuando servían a un mayor número de empadronados. Cierto que muchos de los concejos defienden conservar ese gasto o incluso incrementarlo ante el progresivo envejecimiento de su población, necesitada de mayores cuidados. Pero tales tareas sociales suelen ser de incumbencia ajena a la local, además de que en los últimos años se ha operado en ellas una paulatina y costosa descentralización para tratar de aproximar los servicios al potencial usuario de sus prestaciones, viva donde viva.

La supresión de municipios por la carencia de “potencialidad económica y base fiscal suficiente”, está prevista en la Ley del Principado de Asturias 10/1986, de demarcación territorial de los concejos. Hasta ahora, sin embargo, no se ha eliminado ninguno, pese a que dicha posibilidad se reserve para aquellos casos de “despoblación del concejo que haga inviable el mantenimiento de una organización administrativa independiente”. Y todo ello sin contar con el beneplácito municipal.

Ahora bien, plantear en la actualidad la desaparición de parte de los setenta y ocho concejos asturianos con problemas demográficos o la fusión entre ellos, aun siendo lo ideal, acarrearía poderosos problemas de naturaleza extrajurídica, al tratarse de cuestiones presididas por intensos sentimientos de pertenencia al terruño, que sin embargo podrían conjurarse echando mano de figuras igualmente contempladas en nuestra legislación y a las que aún no hemos sacado todo su jugo.

La primera norma local asturiana que vio la luz fue la Ley 3/1986, precisamente concebida para la formación de comarcas. En ella se fijó un marco para complementar las previsiones de eventuales leyes creadoras de comarcas entre “concejos limítrofes vinculados por características geográficas, socioeconómicas o históricas, o por intereses comunes”, a iniciativa de los plenos municipales o la Junta General, dependiendo de los supuestos.

Sea por su barroca articulación o por otras razones, el hecho es que ni una sola comarca se ha logrado constituir en Asturias al amparo de esta ley en sus largas tres décadas y media de vigencia. En su lugar, proliferaron las mancomunidades, lastradas luego por las estrecheces presupuestarias de los concejos que las componen, lo que ha supuesto en numerosas ocasiones su liquidación. Las que hoy siguen activas cuentan con muy limitadas competencias por la legislación estatal, lo que constituye un inconveniente adicional para su porvenir.

Por todo esto, tal vez haya llegado el momento de las comarcas, pensadas para desarrollar similares labores a las de las mancomunidades pero liberadas de sus cortapisas legales, sin necesidad de hacer desaparecer formalmente a los concejos y sin tampoco duplicar sus cometidos administrativos, sino potenciando los servicios comunes municipales y aquellos otros de interés comarcal que puedan compartirse o llevarse a cabo por vía de transferencia o encomienda entre sus miembros o el Principado (sufragados por él en ese caso), contribuyendo de ese modo a la sostenibilidad de los entes locales comarcalizados y ahorrando en costes de las actividades que han de prestarse conjuntamente a sus respectivos vecinos.

De lo que se trataría aquí, en definitiva, es de lograr mantener la planta municipal vigente con lo imprescindible para su existencia, confiando todo lo demás –que es mucho y de alto calado presupuestario–, a las diferentes comarcas que se decidan crear por proximidad o afinidad, a fin de que los ciudadanos que en ellas residan continúen contando con el correspondiente amparo público, pero consiguiéndose al mismo tiempo una mayor eficacia en el gasto y un óptimo grado de rentabilidad social y económica en épocas de vacas flacas.

Como en otras Comunidades Autónomas, las comarcas pueden y deben ayudar a estos propósitos, en especial cuando no hacer nada no es ninguna una alternativa.

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