La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Gonzalo García-Conde

Paraíso capital

Gonzalo García-Conde

La tortilla de Pedro Lord Byron

La despedida a un hostelero singular

Las cosas de este Paraíso Capital deben transcurrir en Oviedo, como es natural. Pero ocurre que, a veces, los carbayones cruzamos las fronteras de nuestra heroica y noble ciudad y vamos a otros lugares. A Avilés, por ejemplo. Y si vamos a Avilés, villa encantadora, no es raro que comamos allí, que hagamos amistades o que vayamos al Palacio Valdés, teatro delicioso que bien podría confundirse con una caja de bombones, referente incuestionable de la escena dramática a nivel nacional. Y si vamos al Palacio Valdés, amigos, inexcusablemente nos tomamos un algo antes y después de la representación en el mítico Lord Byron.

El Lord Byron es un café cultural muy prestoso, decorado con multitud de carteles de obras teatrales firmados por los más grandes intérpretes de nuestra escena. No falta nadie en esas paredes, ya que todas las compañías grandes y pequeñas han pasado por allí y todos los directores, dramaturgos, actores y actrices han encontrado un hogar y una sonrisa amable en este localín tan guapo. Porque el éxito de esta casa no es su envidiable situación, ni su historia, ni su aspecto decadente. La grandeza de este chigre, lo que nos ha fidelizado a todos como byronitas cautivos, ha sido el capital humano. Esa pareja de regentes encantadores que no han faltado a su cita con la sonrisa durante las décadas que llevan al frente del local: Agustín Gutiérrez, “Guti”, un activista cultural incombustible al que jamás he visto torcer un gesto. Y justo detrás suyo, asomando la cabeza desde la cocina con un gruñido simpático y el ceño fruncido, aparecía Pedro Barros. Tristemente Pedro nos acaba de dejar. Hoy se me llena la memoria de grandes recuerdos y de pequeños e intrascendentes secretos que compartimos.

Hubo un tiempo en el que tuve la suerte de trabajar en una oficina abuhardillada en las entrañas mismas del Palacio Valdés. Escaquearme a tomar el café al Byron era parte de mi rutina. Me gustaba, entre otras cosas, porque allí siempre acompañaban las consumiciones con un cuadrito de tortilla de patata, cortesía de la casa. Mi horario coincidía con un descanso de Pedro, que tomó por costumbre acercarse por mi mesa a cruzar unas palabras. Enseguida nos llevamos bien. Unos días cotilleábamos sobre política local, otros sobre su vida como kiosquero. Algunas cosas me contó también sobre sus viajes de juventud y su amistad con el artista universal César Manrique, en la isla de Lanzarote.

Pedro estaba muy orgulloso de su tortilla de patata. Muy orgulloso. Le encantaba que se la ponderasen. Yo lo hacía con mucho gusto porque a mi me encantan todas las tortillas que se puedan imaginar: las jugosas, las cuajadas y las secas; las finas y las gruesas; con cebolla y sin ella… Y la tortilla de Pedro estaba muy rica, pero lo que más me gustaba de la susodicha era la cara que se le quedaba a él cuando le decías que, efectivamente, estaba muy buena. Le brillaba la mirada, el orgullo dominaba la comisura de sus labios. Mecachis en la mar, Pedro… tu tortilla no estaba tan, tan, tan, tan buena. Pero cómo prestaba decirte que sí lo estaba. Aunque solo fuese por verte esa luz en los ojos. Nunca debí dejar de ir a tomar el pinchu contigo, ahora me arrepiento de no haber exagerado muchísimas más veces lo cojonudísima que estaba aquella tapina generosa de media mañana.

Entre tantas emociones, quiero mandarle un abrazo fuerte al bueno de Guti, al que hoy arropan Avilés y Asturias, por no mencionar a toda la familia del teatro español. Y sí, ya sé, nada de esto ha pasado en Vetusta. Pero es que Avilés queda muy cerca y quería despedir a un gran tipo. Buen viaje, Pedro, donde quiera que vayas. Quizá a un cielo especial para excelentes personas expertas en preparar tortillas extraordinarias.

Compartir el artículo

stats