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Rafael S. Avello

Otín, el cisne hereje y la Santa Inquisición

Una fábula para explicar lo que ha vivido el bioquímico astur-oscense y el papel jugado por la Universidad de Oviedo

Carlos López-Otín, en una conferencia hace años en una graduación de alumnos de Bachillerato. Ángel González

Ignoro cuál fue el mecanismo mental que me llevó al recuerdo de un texto recitado en mi época de teatro universitario, cuando interpretaba el papel de Morosini, en la obra “El hereje” de Morris West: “¡Venecia, suinsose cittadina, spuzzi come anatre nella sua merda!” (¡Venecia, apestosa ciudad, chapoteando como patos en su propia mierda!); pero creo que ha sido la de identificar con claridad la comisión de una injusticia social e institucional semejante –más de 400 años después de la muerte en la hoguera de una de las figuras más relevantes del Renacimiento– en la persona hoy del científico astur-oscense Carlos López-Otín.

La frase corresponde al inicio de la intervención de Andreas Morosini, ante el juicio de su amigo Giordano Bruno. Pero yo quiero hoy adaptarla a nuestros días, y nuestro entorno, ante el infame linchamiento que, durante más de tres años, ha tenido que soportar una de las figuras más ilustres de Asturias, de la Ciencia, y de las gentes de bien: el profesor López-Otín. Por eso no me recato lo más mínimo en declamar todo lo alto que mi ya ronca garganta puede, pero que la buena acústica de un medio de comunicación me permite implementar: “¡Vetusta, apestosa Universidad, chapoteando como patos en su propia mierda!”. Y con ella la frase de Giordano Bruno al conocer su condena: “Tembláis más vosotros al pronunciar la sentencia que yo al recibirla”.

Dicen que los cuentos son una forma más fácil de hacer comprender realidades más complicadas. Vaya pues, hoy, mi cuento sobre la realidad de Otín y la Universidad o, lo que es lo mismo, sobre Giordano Bruno y la Inquisición, sobre la laguna y el cisne:

Había una vez... un cisne llamado Carlos, que vivía en los jardines del palacio más importante de la ciencia bioquímica del país, el Centro de Biología Molecular de Madrid, donde se formaba en sus técnicas de vuelo, con experimentados ánades llamados Margarita Salas y Eladio Viñuela, y con la tutela del viejo cisne conocido como Severo Ochoa. Allí sintió la llamada del amor y la voluntad de conocer otros paisajes en los que formar su propia familia. En contra de la opinión de su tutor –pero con la carta de recomendación de este bajo el ala, en la que se ensalzaba su gran potencial– voló hacia el norte, hasta el Principado de Asturias, en un vuelo de cortejo con su compañera Gloria Velasco, hacia lo que parecía un paraíso natural, en el que formar una familia y practicar sus vuelos más altos y elegantes.

Los hermosos paisajes de aquella tierra, que le recordaban el nido natal, le cautivaron y aterrizó en una laguna que, aunque mucho más pequeña que aquella de la que partió, le pareció un estupendo lugar en el que anidar: la Universidad de Oviedo.

Algunas de las especies anátidas que allí vivían le recibieron con un cierto recelo ante la majestuosidad de su vuelo y el impecable brillo de sus blancas plumas, e incluso le arrinconaron en el pequeño juncal del departamento, junto al cuarto de máquinas de los ascensores, en donde fuera menos visible para los visitantes y en la esperanza fallida de que la incomodidad le hiciera alzar el vuelo hacia otras latitudes.

Seis años después de su llegada a la laguna, con solo 35 de edad, los cuidadores de aquel espacio reconocieron la maestría del cisne Carlos y se vieron obligados a reconocerla con el título de catedrático, que llevaba aparejado más cuidados y mejor pienso, lo que enconó aún más las envidias de los patos que vivían en su rincón de la laguna, con caseta propia, pero chapoteando en sus propios excrementos.

Fue entonces cuando Carlos decidió volar por encima de la valla que delimitaba el juncal, hacia las aguas más limpias y claras del centro del lago, donde sus vuelos podían ser más amplios y donde él buscaba su propio sustento que ofrecían las cristalinas aguas, sin tener que vivir del pienso. Allí, daba el sol y relucían más sus plumas y se relacionaba con otras aves libres, y por ello más sabias, como él, y de muy variadas especies, incluso algunas migratorias que puntualmente se posaban en la laguna para refrescar sus incesantes vuelos por el mundo, de forma tal que el propio cisne Carlos volaba también ocasionalmente a otras latitudes, para aprender y enseñar. Allí, también, en esas aguas más limpias, lideraba un grupo de otros jóvenes cisnes, que se formaban bajo su tutela. Era demasiado para los chapoteadores del fango de la orilla, entre ellos un cormorán moñudo, de alas rotas, apodado Lazo, que se creía pato y pensaba que su moño vicerrectoral le convertía en el mejor ejemplar de aquel entorno, y un desplumado pavo real de orígenes itálicos, denominado Novelli, que pensaba que sabía nadar, aunque nunca lo había intentado, mientras su pareja, alicorta, trataba de encaramarse por encima de la valla que la separaba de catedráticas aguas.

A ellos se sumó un foráneo buitre carroñero, llamado Schneider, cuya mayor obsesión fue volar en círculos amedrentadores sobre Carlos, con graznidos que reclamaban la presencia de otros de su especie.

Los descarnados graznidos de los envidiosos y la diana señalizadora que suponía el vuelo en círculos del buitre atrajeron a cazadores aficionados de otras comarcas, que deseosos de presumir de su puntería dispararon sin ton ni son sobre el cisne, su compañera y sus discípulos, hiriendo de gravedad a Carlos y su pareja, dispersando a sus discípulos y matando de pena a sus ancestros familiares.

Un daño irreparable, sin excusas posibles, al que se sumó el misterioso arrase del cañaveral en el que Carlos guardaba sus tesoros (los ratones transgénicos de varias generaciones que le ayudaron a identificar las zonas con gramíneas que podían ser sustento y bálsamo de las especies de una amplia población), y que fue incinerado precipitadamente, y limpiadas las cenizas, por orden de los cuidadores de la laguna, impidiendo que una investigación policial diera a conocer qué había ocurrido.

Carlos identificó a muchos de los cazadores y voló hasta sus ventanas en distantes lugares del país, para que pudieran ver que era un cisne y no un monstruo alado, y mostrarles sus heridas. Todos ellos se arrepintieron y pidieron perdón público por haber confundido, en su ignorante ceguera, a un bello cisne con un ave depredadora y objeto para trofeo. Pero, las autoridades, tanto de la laguna como del principesco territorio, aunque sí mostraron su admiración por Carlos, no multaron –ni siquiera reprendieron– a los irresponsables cazadores, cuyo daño ya estaba irreparablemente hecho.

El delito estará prescrito; pero el daño no prescribirá nunca; como todo relato en fábula, debe haber una moraleja: debemos desterrar a los envidiosos de nuestra comunidad

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Nuestro cisne acudió entonces a los responsables del lago para mostrar el mal causado y señalar a los presuntos patos (en realidad ni eso) que seguían chapoteando en su propia mierda para tratar de salpicar las plumas que aún brillaban al otro cristalino lado de la cerca del lago, y contaminar este. Pero los cuidadores y responsables de la laguna universitaria debieron pensar en que su trabajo seguía dependiendo de dar de comer el pienso a los sucios patos de la enmierdada orilla, y se conformaron con ponerles a dieta unos días, y reprenderles por coaccionar a otras aves que defendían al cisne.

¡Chiquilladas!, vinieron a decir..., pese a que la sangre del cisne aún seguía vertiéndose por sus heridas. Carlos, entretanto, había decidido entonar su canto en forma de tres maravillosos libros, que realzan aún más su imponente figura renacentista, al modo, manera y biografía de Giordano Bruno.

Pero la música celestial no está hecha para los patos chapoteadores de excrementos, ni para las serpientes, ni para oídos sordos de los que, simplemente, pasan en coche, con las ventanillas cerradas, por la orilla de la laguna. Así que, convaleciente aún de sus heridas, valora que, casi con total seguridad, levantará el vuelo de lo que creía un paraíso natural, para buscar un refugio donde curarse él y curar a los suyos.

El paraíso se quedará sin una de sus más prestigiosas referencias a nivel mundial, los pequeños aprendices de cisne (algunos ya maduros ejemplares) se quedarán sin su instructor de vuelo, los afligidos que acudían a su siempre abierto despacho en busca de orientación, remedio o consuelo solo encontrarán una puerta tapiada, y los ciudadanos de a pie, sin alguien que trabajaba afanosamente por nuestra salud y bienestar. El delito estará prescrito; pero el daño no prescribirá nunca.

Como todo relato en fábula, debe haber una moraleja: debemos desterrar a los envidiosos de nuestra comunidad.

Las autoridades académicas deben desagraviar públicamente a Carlos López-Otín y castigar severamente a los culpables haciendo pública toda la verdad del caso, con nombres y apellidos para que la sociedad pueda repudiarles. Y las autoridades del Principado –más allá de las palabras de apoyo incondicional al profesor Otín, como es agradecible que las haya hecho públicas el Presidente– deben buscar formas perennes de mostrar la enorme deuda que Asturias ha contraído con Carlos. Tal vez, aunque solo sea una tirita sobre una profunda llaga, la medalla de oro de nuestra Comunidad, incluso si él, comprensiblemente, no viniera nunca a recogerla. El autor de esta fábula se ofrece a llevársela personalmente allí donde él haya querido refugiarse de tanta y tan dolorosa infamia.

Giordano Bruno ardió finalmente en la hoguera, a manos de la Inquisición; pero somos muchos los Andreas Morosini que estamos aquí para mantener sus escritos, sus valiosas investigaciones y su recuerdo. El hereje debe ser resarcido de las acusaciones, máxime cuando el devenir de la ciencia le ha dado la razón en todos sus argumentos.

Giordano Bruno sostuvo la verdad del heliocentrismo y que el Sol no es más que una de los millones de estrellas del Universo. Murió por ello. Pero tenía razón. Hoy, es inmortal; y sus inquisidores seguramente arderán en el infierno, si es que existe, o flotarán en la nada del olvido.

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