Opinión

La línea de la vida

En memoria de Begoña Llera

Debo confesaros la incredulidad y el desasosiego que produce una muerte fuera de tiempo, pero en mi mente ha tomado forma la idea de pensar que la señorita Begoña Llera, Miss Llera, como le gustaba que Lalo la llamase, la tutora de 4.º C, no ha muerto.

Nunca morirá.

Aunque andamos un poco ausentes al comprobar en carne propia lo fino que es el hilo que separa la línea de la vida de la propia muerte, aun así, ella no desaparecerá. Nunca morirá su silbido estremecedor con el que se permitía pedir silencio, ni el amor que profesaba a sus alumnos que hasta en su lecho de muerte eran su obsesión; ni la pasión por el baile de sus niños, ni su carácter revoltoso e inquieto, ni su capacidad de generar buen rollo, como decía.

Era amante de las fotos, de los selfies y de la playa; de su 1906, sin espuma y en copa grande. “El Agüita” de Salinas y “La luna”, sus lugares de encuentro favoritos. Diego fue el amor de su vida y la persona a la que ella reclamaba cuando las fuerzas le flaqueaban. Sus hijos Valerio y Cristóbal sus grandes pasiones, así como Paloma y Maite sus mujeres de referencia.

¿Dónde estás, amiga, y a quién has ido a alegrar con tu ánimo incorruptible y tus deseos de vivir?

Begoña era una de esas personas que pasan por la existencia de sus semejantes dejando una huella indeleble y nos recordaba, con su sola presencia, que hay infinitas emociones detrás de cada segundo de nuestra existencia. No se permitía el lujo de juzgar a nadie y se hizo a sí misma; fue una profesional exigente e idolatrada por sus entregados niños.

Compañera, ya no queremos aparentar, ni pedir, ni llorar, ni dudar, ni que seas una pieza más en un juego tan antiguo como el de la muerte. Quiero recordar que si la tristeza de perderte es infinita, más inmenso es aún, el placer de haber compartido vida contigo. Viviste como querías y a los que sufren por tu marcha les diría que no se inquieten demasiado porque donde quiera que estés, organizarás algún sarao. Y ahora que todo ha acabado, como en la crónica de una muerte anunciada, sentimos nostalgia de escuchar tu risa y angustia por sentarnos solas en esa mesa del comedor que se convertía en el mejor lugar del mundo a la una del mediodía.

Cristina, tú, y nuestras comidas en tiempo de pandemia, erais un buen augurio para algún viaje de mujeres; todo mujeres. Profesoras, amigas, conocidas y compañeras que pueden convertir en cálido y acogedor cualquier rincón del mundo y son capaces de dar la vuelta a situaciones muy complicadas. Encantadora, tú, que aportaste chispa a mi vida cotidiana y me indujiste a pintarme las uñas y a no bajarme de los tacones.

Últimamente eras muy proclive al “te quiero”, “te amo” y a dar abrazos; entonces, abrázanos fuerte y te contaremos que la existencia es ese momento reconfortante que ha pasado como un soplo pero que nos ha dejado un poso de amores y desamores, de batallas perdidas y guerras ganadas, de viajar a tu lado y atracarnos a reguetón y, por supuesto, de divisar una inolvidable puesta de sol con esa luz mágica de Cala Conta.

Sigues en nuestras cabezas porque todo lo que estaba más allá de la línea de lo habitual era tu realidad pero también sé que, aquí y ahora, tu gente necesita alivio y por eso quiero dibujarles con palabras una armadura para su corazón, una armadura que los preserve del dolor de tu partida y de convertirse en un ejército de tristes. Por eso les pido, en tu nombre, que no lloren tu muerte sino que celebren la alegría de haberte tenido ya que ha merecido la pena conocerte. Dios mío, ¡ha merecido tanto la pena!

Según he oído decir, lo que una vez disfrutamos, nunca lo perderemos. Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos porque, tú, Begoña, nos regalaste algo que no se compra con dinero, ilusión para afrontar el día a día y ganas de vivir, muchas ganas de vivir. Por eso debo de decirte que allí donde estés ojalá oigas el timbre cuando acaben las clases; ojalá escuches nuestra voz cada tarde cuando estemos tristes; ojalá sientas nuestro amor cada que vez pensemos que la vida tiene un final. Y ojalá sepas, que el futuro ya tiene recuerdos.

Y es que yo, como Dostoievski, creo en la vida eterna. No sé si porque siempre he creído o porque no te quiero perder. Te recordaremos, compañera, pero no con tristeza sino con la nostalgia y la inconsciencia de la vida; con la paz de lo que no va a volver, con la seguridad de que mientras nosotros vivamos, tú, no morirás.

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