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José María Ruilópez

Explota La Habana

Historias de Cuba

Tomé café varias veces en el hotel Saratoga de La Habana. Hoy casi destruido por una explosión que hizo saltar por los aires medio edificio y parte de los colindantes, además de ocasionar 32 muertos y 80 heridos. Desde la terraza, llamada “Aires libres”, se veía el Capitolio y medio Parque Central. Bajo la visera de la puerta en arco de medio punto estaba siempre Reinaldo, un mulato grande y serio, no por su carácter, que era afable, bonachón y divertido, sino porque tantas horas de pie le torturaban la espalda y le hinchaban las pantorrillas, y que lucía un traje con chaqueta tres cuartos que le hacía sudar como a un obrero picando en una zanja bajo el sol caribeño. Cuando me veía, halaba la puerta, siempre cerrada para que el aire acondicionado no se escapara, y no tanto como una cortesía, sino para moverse un poco, dar un par de pasos de ida y vuelta. Porque las normas en Cuba son dictadas desde arriba hasta abajo, ya me entienden.

Parece que la explosión se produjo por una fisura en la manguera de goma para trasladar el gas licuado hacia la cocina del hotel. El inmueble llevaba dos años en restauración y en unos días iba a inaugurarse. El hotel pertenece al grupo Gaviota, un emporio turístico en manos de militares cubanos, como casi todo. Y se hizo famoso porque en 2018 se hospedó allí la cantante de los EE. UU. Beyoncé y el grandullón de su marido, un rapero al que le cogí mucha rabia a partir de aquella boda que nunca superé. Cosas mías.

El siniestro provocó también la muerte de una española, Cristina López-Cerón Ugarte, de Viveiro, Lugo, que tuvo la mala suerte de estar en el sitio más equivocado de Cuba aquel día y a las 10,50 horas del 6 de mayo de 2022. Así es el destino. Y dejó docenas de heridos, muchos de ellos, trasladados a los hospitales Calixto García y Ameijeiras. El primero lo conozco porque en una ocasión, el día de los derechos humanos, 10 de diciembre de hace más de un lustro, la policía de paisano detuvo a una pareja que estaba a mi lado en una manifestación estática, la metieron en un coche camuflado al grito de: “acompáñame, compañera”. Acto seguido cogí un taxi y le dije que siguiera a aquel vehículo que entró por una calle de dirección prohibida, como si tuviera prisa por borrar el abuso y salir de allí cuanto antes. Desde el taxi vi cómo golpeaban a la pareja en el trayecto, que ya no iba a la estación de policía, sino hacia el hospital Calixto García para curarles las lesiones ocasionadas por los fuetazos. Dejé el taxi y busqué por los pasillos a los heridos, pero fui interceptado cuando estaba a punto de dar con ellos. El hospital Ameijeiras, lo conozco bien, ¡vaya si lo conozco!, porque estuve ingresado varios días en él. Pero es otra historia.

En un país como Cuba, cuando ocurren sucesos de este tipo, la gente especula siempre con las causas. Y aunque el heredero de los Castro, Díaz-Canel, con su expresión seca e insulsa, se presente en el lugar de los hechos para aclarar las posibles causas del siniestro, los cubanos llevan las cosas a la política, al abandono, a las necesidades, a las golpizas en la calle de los insumisos, de las carencias de viandas, mientras en sus mentes se calientan mucho más, y se agranda ese ansia por salir del país y buscar otra vida en cualquier parte, que por regla general suele llamarse España. La Madre Patria, que dicen allí con un lejano énfasis de sorna. Porque madre nunca fue y patria solo para aquellos que consiguieron hacer fortuna en el siglo XIX, y patria sólo a medias, porque luego la mayoría regresaba a sus lugares de origen, con notables excepciones, como los antecesores de Fidel Castro, que se quedaron allí, en Birán, Holguín, donde nacieron el comandante y sus hermanos para luego hacer la revolución hasta tomar el poder en 1959, derrocando al otro dictador, el mulato Fulgencio Batista.

No sé nada de Reinaldo, el portero entorchado. Seguro vive retirado, ya era mayor, haciendo algún trabajito para paliar las exiguas jubilaciones isleñas. Echará en falta el Saratoga y contará a sus nietos y a su mujer, Mercedes, de origen español, la cantidad de gente conocida e importante en diferentes actividades de la vida que pasó ante él, y cómo ni le miraban, ni le daban propina y la mayoría ni le daban las gracias por abrirles la puerta. Y es que el calor caribeño deja la mente conmocionada por el vaho del suelo, el movimiento de la gente, los cláxones de los almendrones, el contoneo de alguna mujer vestida con calentones, o de algún jinetero delgadito y avispado. De mí no creo que les haya dicho nada. No era importante. Yo solo iba a tomar el café allí para ver a Yuleisi, la camarera. Hoy estará triste en compañía de sus dos hijos… Y no me sean cotillas.

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