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Francisco Sosa Wagner

Emilio Alarcos cumple 100 años

Josefina fue su musa, quien le transmitía la euforia de la vida y la jovialidad como la arquitecta que era de sus proyectos intelectuales más ambiciosos y de sus creaciones estéticas más cuajadas.

Pero él tenía varias amantes encerradas en su cabeza guasona. Eran como tres diosas, no del Olimpo, que queda muy lejos, sino del Naranco, más a mano, y se llamaban la Ironía, la Generosidad y la Sabiduría, todas ellas escritas con mayúsculas, que, como saben los sabios lingüistas, son los blasones del alfabeto.

Con ellas, con Josefina, de un lado, y con la Ironía, la Generosidad y la Sabiduría, de otro, Emilio presentaba batalla a la revuelta de los tontos y de los envidiosos.

La Ironía, y su compañero de cama, el Humor, eran para él garrafas de las que siempre bebió a morro.

La Sabiduría, signo de la ventura intelectual, le proporcionaba el balcón para asomarse a la vida cuando esta se hacía odiosa por chabacana.

La Generosidad en fin utilizó la paleta de sus sentimientos de tal manera que se nos fue lamentando que no hubiera máquinas automáticas en las que aprovisionarse de magnanimidad y altruismo.

Un día me lo dijo:

–Todo lo aclara en este mundo, Paco, el hecho de que la Bolsa de Valores nunca haya admitido a cotización ni la amistad ni la grandeza.

La sociedad, lo sabemos, se integra por seres fotocopia, o fotocopias de seres, todos iguales entre sí, como una organización amorfa de insectos. La mayoría de los humanos son guisos sin especias. Pues bien, Emilio Alarcos fue lo contrario de un hombre copiado. Era original en sus decires, en su mirada pícara, debelador valiente como fue de la vulgaridad.

De la singularidad disfrutaba porque, debía de pensar, al fin y al cabo es el único exceso que nos permiten los médicos.

Dicho esto, procede añadir: Alarcos fue un asesino, un asesino de la sumisión y de las claudicaciones a las que disparó con puntería y sin remordimientos, sabedor de que es malo que la genuflexión sea el arbotante de la sociedad.

Magnífico conversador y bonancible conservador pues, si el Tiempo lo destruye todo, no es necesario ayudarle en esa labor devastadora con ocurrencias revolucionarias ni acrobacias pintureras – e hipocritonas– de salón. Sabía que un conservador es un progresista que no se ha muerto.

Como buen conversador era amigo de restaurantes en los que ponía tesón, vocación y adjetivos alimenticios, consciente de que todo lo que allí se ofrecía debería estar protegido por el derecho canónico. Alegraba a quienes con él compartían mesa sazonando la tertulia con deliciosas anécdotas.

Creía que, junto a la historia formal, existían las historias tejidas sobre historietas, es decir, hilvanadas en el cañamazo de las anécdotas porque, cuando la historia se fabrica con estos materiales ligeros, baja de su pedestal de ciencia y se hace confianzuda. La anécdota es lo que queda cuando la historia ha corrido sus pesados cortinones.

Un día le dije que deberíamos proponer al Rector que creara la cátedra de historia anecdótica y la encomendara a uno de esos prójimos cuyos fulgores al narrar tienen el colorido de la llama que chisporrotea en la chimenea. Porque, si el anecdotismo creara escuela, sería como un torrente que iría a confluir al río de la ironía y del humor y eso que perdería el prontuario de los engolamientos.

Me enorgulleció que compartiera mi tesis.

Yo debo a Emilio y a Josefina mi perseverancia como escritor. Sin su ayuda, hubiera tirado la toalla, como me aconsejó un catedrático de Literatura:

–Es inútil, Paco, me dijo, el Quijote ya está escrito.

Emilio y Josefina borraron las palabras de este majagranzas con la caligrafía de su bondadosa creencia en las posibilidades de mi aventura literaria. Y eso nunca lo olvido porque todos somos lo que debemos a los demás.

Fue un genio y sus compañeros de oficio lo han destacado con una autoridad de la que yo carezco. Pero sí la tengo para sostener que fue un genio a la hora de poner motes. Motes tan acerados como benevolentes. Y todos sabemos que el mote es nieto de la inteligencia burlona e hijo de la observación sagaz. Cualidades que Emilio atesoraba en abundancia. El mote, como el piropo hoy prohibido por los necios empoderados circundantes, es un inocente proyectil relleno del plomo derretido de la chispa.

Fue un sibarita de la vida, un artesano cultivador de los buenos modales y de los buenos momentos, un bebedor en la copa de las confidencias chispeantes y, cuando sus ojos brillaban tras las gafas, nos recordaban los de un canónigo que, con la conciencia tranquila, se hubiera trasegado –con litúrgica morosidad– unas perdices estofadas.

Sabía que la felicidad es una aleación de travesuras. Y supo cosas básicas como que peor que un comerciante de armas es un comerciante de dogmas. Y que lo mejor de las verdades absolutas es que tienen la fragancia de las rosas y, felizmente, su caducidad. También que la vida no es más que un carcaj, siendo lo difícil acertar con la flecha y con el blanco. Y que tratar de convencer de algo a nuestros semejantes es algo parecido a botar un barco en una charca.

Tuvo mucha guasa Emilio en los adentros y mucha risa en las afueras y por eso fue un ser sano, sin rigideces ni hinchazones.

Sabía que las palabras que metía en el Diccionario estaban deseando salir de ese catafalco para vivir, saltar, enamorarse y viajar en las novelas.

Además, el hombre que, como él, decide vivir en provincias es porque quiere arriar velas en el gran fandango social.

Emilio no llegó nunca a viejo porque sencillamente se le olvidó cumplir los años de ese trance agobiante y trivial.

No es que se divirtiera mucho en la vida, es que él divirtió a la vida.

Le hacía mucha gracia que yo me definiera como “asturleonés de Marruecos” pero él se definió mejor: “un español híbrido de las dos Coronas, de las dos Castillas, de las tres creencias, castellano de natura, asturiano de pastura, europeo de ventura”.

Y, cuando dio a la estampa su último libro de versos, escribió: “Viví vivencias vivaces / personales y concretas / solo yo / y de pronto, contumaces / vuestras presencias escuetas / como yo/ Es la vida: esta cadena de tibia espontaneidad / ...”.

Termino.

Honor a Emilio, Gran Maestre de la Orden de la Burlonería andante.

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