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Jorge J. Fernández Sangrador

Charles de Foucauld: lexicógrafo

La conversión de un canonizado

Uno de los secretos que el sacerdote Henri Huvelin (1830-1910) se llevó a la tumba fue el del contenido de algunas de sus conversaciones con Émile Littré (1801-1881), el autor del “Dictionnaire de la langue française”, al que Huvelin había ido a ver, en 1878, para hacerle una consulta, «de historiador a historiador», acerca de cierto tema en el que se hallaba interesado.

Littré, que era de procedencia familiar protestante, pero alejado de las prácticas religiosas, positivista y miembro de la Logia del Gran Oriente, enfermó en 1880 y su mujer, católica, quiso que, antes de morir, hablase con un sacerdote. Pensó, entre otros, en Huvelin. Y, habiéndose puesto en contacto con él, le rogó que fuera a su casa para que tratase con su marido de los asuntos que atañen al final de una vida. Fue.

Desde entonces, el sacerdote visitaba frecuentemente el hogar de los Littré y, en aquellos encuentros, Émile iba abriéndose y mostrando, poco a poco, las interioridades de su alma a aquel interlocutor sabio, prudente, comprensivo, profundo y cercano que Dios había puesto en su camino, hasta el punto de que llegó a considerar la posibilidad de recibir el bautismo. Y así tuvo lugar la singular “conversión” del autor del “Diccionario de la lengua francesa”.

No sería la única que se produjo bajo la guía de Henri Huvelin. Pero, de todas, la más famosa fue la de Charles de Foucauld (1858-1916). En la iglesia parisina de Saint-Augustin hay una placa, en una capilla lateral, junto a un confesonario, en la que se recuerda que, allí, en octubre de 1886, confesándose con l’abbé Huvelin, se convirtió Foucauld.

Charles de Foucauld, que hoy, domingo 15 de mayo, será canonizado en Roma por el Papa Francisco, acudió a la iglesia para charlar acerca de la fe católica. Y se dirigió al confesonario en el que estaba sentado Huvelin, quien, en vez de entrar en dialécticas de nunca acabar, le sugirió que se confesase. Foucauld dijo que no era creyente. Huvelin insistió. Foucauld se resignó. Y se confesó.

Y a continuación recibió la comunión. En ese mismo instante, una paz luminosa, suave y transformadora inundó su alma. «Desde aquel día, mi vida no ha sido otra cosa que un encadenamiento de bendiciones… de gracias siempre crecientes, … una marea que sube y sube constantemente», escribió más tarde.

Anduvo luego por monasterios, viajó a Tierra Santa, fue ordenado sacerdote, marchó a Argelia, se instaló en Béni Abbès, primero, y en Tamanrasset, después. Y, estando entre las gentes del desierto, acopió vocablos locales, los tradujo, los ordenó y compuso, sin llegar a verlo impreso, su “Dictionnaire touareg-français. Dialecte de l’Ahaggar».

Es impresionante. Son dos mil veintiocho hojas manuscritas, que L’Harmattan publicó, en 2005, en segunda edición, en cuatro volúmenes. La letra es pequeña, clara, bien trazada y maravillosamente alineada. Y así en los dos mil folios. Con dibujos, tablas, mapas y gráficos. Y tachaduras. Al verlas he recordado aquello que dijo Eduardo Galeano acerca de las enmiendas literarias: «Por Juan Rulfo aprendí que también se escribe con la otra punta del lápiz, la de la goma de borrar».

Tengo los cuatro volúmenes y creo que nunca me he sentido tan perdido en el manejo de una obra como lo estoy con ésta cuando trato de adentrarme en ella. Las raíces, las flexiones, las acepciones, el orden del alfabeto, las glosas, las referencias y las ilustraciones sólo las entenderán las personas familiarizadas con el dialecto de l’Ahaggar y otros afines.

En el prólogo de la primera edición, de 1951, André Basset la aclamó como superior a todas las anteriores existentes en el universo lingüístico tuareg y bereber, aun con las posibles discrepancias a que hubiere lugar. Lo cierto es que este tipo de trabajos no se pasan nunca. Siempre habrá que recurrir a ellos.

Foucauld recopiló también poemas y textos en prosa transmitidos oralmente entre los nómadas y moradores del desierto. Y labores como la suya, no solo contribuyen a un mayor y más completo conocimiento de las lenguas y de las costumbres de los pueblos de la tierra, y de otras realidades humanas, sino que muestran de modo irrefragable el valioso servicio que los santos ofrecen a la sociedad en los diversos ámbitos del saber, y, en el caso concreto de San Carlos de Foucauld, los de la lexicografía, la lingüística, la literatura, la geografía, la historia y la etnografía.

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