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Javier Junceda

Cuarenta y nueve bostezos

Las decepcionantes propuestas de la Conferencia sobre el futuro de Europa

No lleva demasiado tiempo dar cuenta de las cuarenta y nueve propuestas sobre el futuro europeo plasmadas en la Conferencia que el otro día se escenificó en Estrasburgo, con jóvenes bailarines haciendo aspavientos por los pasillos. Lo que cuesta bastante más es encontrar lo que uno busca en ese documento, en especial los criterios para avanzar en el fortalecimiento de la Unión, algo crucial para su pervivencia.

Entre las trescientas medidas planteadas por los llamados “paneles” de ciudadanos, abundan las referencias a términos que producen auténtico sopor, precisamente por su abuso en el lenguaje comunitario. El mantra de la resiliencia, la inclusión o las transformaciones digital y energética, junto con la consabida llamada a lo ecológico hasta en lo que nada tiene que ver con ello, convierten al texto en un cúmulo de lugares comunes, salvo en determinados aspectos dignos de mención.

Cabría preguntarse si en un trabajo oficial de esas características es preciso detallar las pautas a seguir para proteger los insectos, en particular los indígenas y polinizados, como se recoge en él. O las adicionales estrategias para potenciar aún más el uso de la bicicleta, a la que acabarán obligándonos como en la China. O la vuelta a la devolución de envases como hacíamos con las botellas de gaseosa cuando éramos críos y la lucha contra la obsolescencia programada o prematura… Aunque estas cuestiones sean interesantes y merecedoras de atención, me parece que una magna convocatoria de estas características debiera de haber ido más a lo mollar, centrándose en lo que a todos los europeístas nos preocupa, en los principales ámbitos de carácter institucional.

Entre las ideas sugeridas no me visto más que huecas proclamas sobre la armonización fiscal y un verdadero mercado único en materia energética o comercial. Cierto que se pregona la defensa a ultranza de las pequeñas y medianas empresas, consideradas el eje vertebrador de la UE, pero sus conclusiones no van más allá de lo que ya sabemos, excepto en el aporte que se formula acerca de la edad de jubilación flexible, para que sea acorde a la naturaleza de cada profesión o empleo.

Tampoco he leído en ese memorándum remedios eficaces a las patentes controversias sobre la cooperación judicial europea, que tantos quebraderos de cabeza nos dan a la hora de poder juzgar en un país a quienes han violado sus leyes. Como aquí sabemos bien, continúan existiendo entre los veintisiete genuinos paraísos para el prófugo, inmunes a la intervención de las justicias nacionales.

A pesar de que sea de aplaudir la invitación que se hace en la Conferencia a que las decisiones comunitarias se adopten a partir de ahora por mayoría cualificada, dejando la regla de la unanimidad para la incorporación de nuevos miembros o los principios fundamentales de la Unión; o del objetivo de un ejército común y la imposibilidad de mercadear con naciones que conculcan los derechos humanos (incluidos los laborales); pese a ello, digo, se echa de menos un mayor empuje de la ciudadanía comunitaria y a la eliminación o atenuación de diferencias reales en términos económicos y sociales en nuestro continente, que son dos elementos trascendentales de su porvenir.

Ocho grandes políticos europeos bastaron tras la posguerra mundial para forjar esa formidable realidad que es hoy la Unión. Siete décadas después, más de setecientos mil bienintencionados comunitarios han participado en esta Conferencia sobre su futuro, llamados por el Europarlamento. Una simple mirada a lo que pusieron por escrito aquellos grandes padres fundadores y lo que acaba de publicarse en Estrasburgo permite concluir que, al menos en esto, todo pasado fue mejor. Y que si el futuro de Europa pasa por ahí, es mejor ir reclutando a otros ocho líderes que sean capaces de reconducirlo a umbrales razonables.

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