En este país nuestro de las “cincuenta palabras”, el lenguaje impone su pujanza, en difícil convivencia con la supremacía y el minimalismo digital.

La “mangancia” –conducta o acción propia de un mangante– puede considerarse una palabra en desuso, en estos tiempos, si lo comparamos con el uso corriente que se hacía de ella durante la posguerra española, cuando el idioma caló (lengua utilizada por el pueblo gitano) fue ganando terreno hasta quedarse.

La retórica de la pandemia ha incorporado un término de uso reciente, la “gobernanza”: herramienta, vector de equilibrio y cambio de paradigma en las relaciones entre diferentes. Como aspiración federalista, refuerza la diversidad, incorporada –sin marcha atrás– a la unidad del Estado grabada, lorquianamente, a sangre y fuego en el corazón de la Constitución española.

Pablo Garcia

Gobernanza es algo así como gobierno carente de mangancia, una contradicción “in terminis”, un oxímoron postmoderno, o una ilusión. De modo que el uso de una u otra no está exento de intencionalidad, como veremos.

Ambos vocablos van ganando en contemporaneidad, como se desprende de la cadencia con la que salen a colación en el cuadrilátero de la política.

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En la sesión de control al Gobierno más bronca de la legislatura, la oposición aprovechó la destitución de la jefa de los espías para caldear el ambiente, anticipo de lo que nos espera –aunque la legislatura esté exangüe– en el tiempo que falta hasta la apertura de las urnas: “Queda claro que aquí gobiernan los independentistas. Sus socios le pedían un chivo expiatorio, y usted acata dócilmente”.

El jefe del Ejecutivo –molesto por otra debilidad palpable– reaccionó visiblemente irritado, recordando, una vez más, el país que se encontró tras ganar la moción de censura:

“En Catalunya se había aprobado una declaración unilateral de independencia; había un Gobierno con un partido condenado por corrupción, que destruía a martillazos las pruebas; se creó una estructura parapolicial para seguir a adversarios políticos de manera irregular y España en Europa contaba como un cero a la izquierda”.

Intentando zanjar el asunto y dar por cerrada la crisis, el malhumor le jugó una mala pasada, induciéndole a cometer un error: “La situación hoy no es perfecta. Pero hoy se cumple la Constitución en todo el territorio de España y los mangantes no están en el Gobierno, como sí ocurría cuando ustedes estaban en el Gobierno”.

Palabras gruesas sin ir acompañadas del forensic de inocencia. Porque purgar dolosamente a alguien, para que los soberanistas se serenen, podría considerarse una forma de mangancia.

Mangantes ha habido invariablemente, de todos los colores. El principal partido de la oposición –con su abultado currículo de corrupción– no está en condiciones de dar lecciones. Tampoco se libran del marbete: los del 3% –aquella máquina de atracar, que funcionó durante décadas a pleno rendimiento– ni los del ERE, pendientes de destino.

Sin perder de vista que, al fondo del auditorio, siempre hay un avispado que afea los olvidos y saca a colación retoños de mangancia, como: las 40 maletas del aeropuerto, los 53 millones del rescate a la aerolínea con escasos aviones, o el medio centenar de denuncias por corrupción –por adjudicaciones en la pandemia– que la Fiscalía tendría “on the waiting”. Y mirando hacia atrás: Filesa, Roldán…

Llegados aquí, uno prefiere avistar la cara del enfermo e imaginar lo mal que deben salir las encuestas para andar alardeando de virtudes propias, justo cuando la Sala Penal del Supremo está a punto de finalizar la tramitación de los recursos a la sentencia de los ERE, dictada en 2019 por la Audiencia Provincial de Sevilla.

La Fiscalía pide la confirmación íntegra de la condena (a 19 de los 21 acusados,) por el mayor fraude de fondos públicos –680 millones de euros– en la concesión de ayudas destinadas a trabajadores y empresas en crisis.

Milton Friedman escribió: “Las políticas no tienen que ser evaluadas por las intenciones, sino por los resultados”.

Resulta que los resultados no están siendo buenos para la coalición gobernante. Primero fue Madrid, después Castilla y León. La siguiente cita, Andalucía, cuyo anticipo electoral retrasará el fallo definitivo.

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Un presidente maniobrero que sabe moverse con habilidad en situaciones complejas es un buen político. Pero si se ve desbordado en un debate y antes de reconocer una evidencia –su militancia en el partido de los ERE– se convierte en un personaje huidizo que insulta, llamando mangantes a los demás, nos topamos de nuevo con los pájaros disparando a las escopetas. Si, además, estamos hablando del CNI y no de la corrupción ¿qué tendrá que ver la velocidad con el tocino?

No contento con llamar “mangantes” a quienes ocupaban el Gobierno precedente que –insólitamente– no le han contestado, escarneció al diputado Edmundo Bal quien –desde una indiscutible autoridad moral– se había adentrado en arenas movedizas: “Ocupa usted el escaño de presidente del Gobierno un día más, tras cortar la cabeza de la directora del CNI, aunque en realidad quienes gobiernan son los independentistas. ¿Considera que sus pactos de gobierno dan estabilidad y garantías para solventar los problemas de los españoles?”.

El respingo desalmado del interpelado: “Me solidarizo con usted, debe de ser muy duro creerse tan bueno y no lograr ni el escaño en Madrid” era la respuesta al representante de un partido político –indispensable– que habla “en el nombre de la Soberanía Nacional”. Ninguno de los inquilinos que le han precedido se habría rebajado a llamar “mangantes” a los miembros del gobierno anterior.

Pero no consiguió humillar al portavoz de Ciudadanos, que le recordó que él llegó a la política tras “conocer el precio que se paga por cruzarse en su camino, al servir al Estado y a las instituciones”.

Con la voz ya quebrada, le espetó: “Usted no cree en España, sólo cree en usted mismo”. Todo un diagnóstico para entender mejor la “crisis de Estado”, que aqueja a España, a la que no es ajena el cruce –público y progresivo– de improperios, prueba del deterioro político y moral.

Decían los romanos “Quandiu proditor vivit, semper fortiores proditiones faciet” (“Mientras viva el traidor, las traiciones siempre serán más fuertes”).

Quizá alguien debería preguntar a los españoles si prefieren la mangancia –algo ecuménico y transversal– a la traición y, ampliando el acertijo, al chantaje, dado que estos no se conforman nunca con el primer pago.

Orwell llamaba “Decencia común” a una mezcla de honradez y sentido común, desconfianza hacia las grandes palabras y respeto a la palabra dada, apreciación realista de la realidad y atención al prójimo.

Oripandó, que en caló significa sol, antónimo de sombra.