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Una tarde con Eduardo Matos

Mi encuentro con el galardonado, un hombre que descubre México y comprende su mundo

Camino la calle de Donceles, cruzo la calle de Argentina y ahora se convierte en Justo Sierra, aquí está la mítica librería Porrúa y unos pasos más adelante me asomo al recinto sagrado del Templo Mayor. Un arqueólogo está trabajando. Desde este punto, leo en un muro gris deslavado cómo el cielo aplomado de la tarde, las referencias de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y Motolinia sobre la ciudad de Tenochtitlán. Observo en el recinto restos de una estructura desenterrada, piedras negras, grises, habitaciones, calles, muros rotos a la mitad. Un antropólogo en cuclillas está quitando el polvo al tiempo. Empieza a llover, los puestos de gelatinas y chicharrones de la Plaza Gamio se empapan, los vendedores de piezas aztecas con mantas en el suelo corren junto a los danzantes que con copal en mano y plumas en la cabeza pierden la atención y la propina de los turistas alemanes. Juntos se resguardan en el techo del restaurante “Seminario” que huele a mole poblano, enchiladas, tacos de guisados y sopa azteca.

Un grupo de primaria sale del Museo del Templo Mayor y suben al camión por la calle de Moneda con bolsas repletas de papeles, plumas y figuras de cartón que les regalaron en la visita. Los arqueólogos resguardados por un techo continúan su trabajo. Dos burócratas de Palacio Nacional pasan de frente y no se percatan de las ruinas. Un clérigo en lo alto de la Catedral Metropolitana, tiene suspendida la mirada en algo que le parece un escampado, quiere algo más, observa las ruinas, pero no las ve. El arqueólogo y antropólogo sigue trabajando. Tiene en sus manos un objeto, uno más de tantos desde 1978, se limpia los anteojos, reflexiona... De espaldas a la Catedral, observa a los niños de primaria, a los turistas, a los burócratas, a mí, se ríe bajo la lluvia y con ese objeto por fin entiende algo, se alegra, nos entiende a nosotros, descubre México, comprende su mundo.

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