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Elena Fernández-Pello

Ser mujer duele

El debate abierto sobre el bienestar femino y su impacto en la sociedad no acaba de ser tomado en serio

Ilustración.

Con dolor traemos los hijos al mundo y con el dolor nos toca convivir por nuestra condición de mujeres. Las mujeres no nos libramos de esa condena bíblica, por más que la medicina haya ayudado a endulzar levemente ese trago. Con el dolor tenemos que enfrentarnos mes a mes, durante la edad fértil, unas más que otras, casi todas en algún momento. Es doloroso tener que encargarnos en solitario, como ocurre muy a menudo, del cuidado de los hijos y de los ancianos, y doloroso es también el esfuerzo que tenemos que hacer para sobrellevar esa carga intentando abrirnos camino en el mercado laboral, aparentando que no nos pesa la doble jornada y disimulando el esfuerzo que requiere ser mujer en un mundo hecho a la medida de los hombres.

Es doloroso no poder caminar tranquilas por la calle, a cualquier hora del día, tener que cuidarnos de los peligros que nos acechan por el mero hecho de ser mujeres. Es doloroso ver a las niñas amenazadas y sentirnos continuamente escrutadas. Es doloroso sentirnos afortunadas a pesar de todo cuando nos comparamos con las mujeres que viven en medio de la guerra, en la pobreza o que, en cualquier rincón del mundo, se sienten extranjeras. Es duro para todos, hombres y mujeres, pero es más doloroso para ellas. Es doloroso que se alquilen nuestros vientres y que se compren y vendan nuestros cuerpos.

Hay un dolor inevitable, que asumimos por el hecho de nacer mujeres. Aceptamos, porque no nos queda otro remedio y porque así es el mandato biológico, que el embarazo y el parto nos resultaran extenuantes, que cada 28 días tendremos que afrontar el malestar de la menstruación. Vale. Si todo va bien, nos recuperaremos y olvidaremos el trance, lo asumimos, va con nosotras. Agradecemos el alivio que podamos obtener y procuramos no quejarnos demasiado.

Hay dolores menos aceptables, sin embargo. El dolor de sentirnos tratadas con condescendencia, de que se nos cuestione a cada paso, que se ninguneen y que se instrumentalicen nuestros logros y nuestras demandas. Es doloroso sentirse rehenes del debate político, que se deshaga lo andado y que no haya modo de avanzar, que sin ton ni son se haga burla de nuestros esfuerzos y nuestro sufrimiento y que se nos haga de menos.

Hay dolores que te atraviesan el cuerpo y otros que te empapan el alma. Hay dolores que se alivian con un analgésico, dolores que requieren de psicofármacos, de los que las mujeres son, y no casualmente, las mayores consumidoras, y dolores que serian más llevaderos si se nos tomara en serio.

Cada vez que se plantea adoptar medidas que puedan hacernos un poco más cómoda la vida se arma una escandalera. En un país con una crisis de natalidad sin precedentes, abocado a convertirse en el gran geriátrico de Europa, es incomprensible que, aunque solo sea por razones de practicidad, no se traten con respeto y amabilidad los asuntos de las que paren y se hacen cargo de la mayor parte de los cuidados que requiere sacar adelante a una familia. No estaría de más como reconocimiento al esfuerzo que, por fuerza, les ha tocado poner en ello. Quizá de ese modo las mujeres jóvenes afrontarían esa responsabilidad, que si está bien llevada es una fuente de muchas alegrías, con más entusiasmo con el que pueden encararla ahora.

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