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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Zapeando por la vida

Cinco píldoras y un calambur

Escena de cine. Mientras preparo las maletas para marcharme (hasta el otoño) del balneario, oigo destempladas voces, pasos agitados, carreras por el pasillo. Salgo al mismo y veo cómo mi más eficaz encargada de la limpieza persigue a una clienta que de ella escapa con un golden retriever muy parecido a Brel –si bien no tan hermoso–. «¡Perro ese no suyo, de la 506 es, correa suelte ahora mismo!», grita mi kelly preferida (cuya sintaxis vasca acabo de imitar fatal) ante el pavor de la huyente. La todavía no habitual costumbre hispana de admitir perros en muchos hospedajes (hay infinidad de humanos cuya guarrería y pésima educación harían palidecer de vergüenza al dóberman más nigérrimo) indujo a la limpiadora a la conclusión de que perro no había más que uno en toda la casa de baños, y ese perro era Brel. Todos tan amigos y tan rientes quedamos al fin tras la confusión.

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Mañana cumplo un montón de años: imposible no echar cuentas. Envidio a quienes dicen no arrepentirse de nada. Según el diccionario, arrepentirse es sentir pesar por haber hecho o haber dejado de hacer algo. Siento pesar por haber hecho daño o por haber dejado de hacer bien. Y pido perdón. Claro que pido perdón. Pero también creo haber sido buena gente. Muy equivocado, muy humano, buena gente.

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Zapeando por los canales televisivos en busca de algo humorístico, me asalta la imagen de un Juan Erasmo Mochi con sombrero texano y metido a lingüista. Aquel cantante, aquel presentador de mis años mozos, ay. Lo escucho decir que las palabras de lenguas como el gallego o el catalán se forman simplemente quitando una o dos letras a la original castellana: algo así como que de «caballo» sale «cabalo», por ejemplo. Cuánta razón tiene: si al español «perro» le quitas todas las letras y colocas en su lugar las tres de «gos», ya está traducido el vocablo al catalán. Sí, un programa con carcajada sí que era.

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El psiquiatra y escritor Ángel García Prieto me regala su, hasta la fecha, última entrega de esa cartografía personal, monumental y sentimental que lleva haciendo libro a libro sobre nuestro amadísimo país vecino: «Mirador portugués (señas, imágenes, panoramas y películas del país luso)». No es una ruta geográfica esta vez, es una ruta del espíritu: de dónde viene la leyenda del gallo de Barcelos, cómo es la librería portuense Lello & Irmão, cómo transcurrió la extraña forma de vida de Amalia Rodrigues, por qué hay tantos hermosísimos azulejos en tan fascinante país, ¿es tan bueno el café Delta?, a qué viene tanto castillo y tanta fortaleza, cómo es la mejor ruta tranviaria lisboeta, el vino de Oporto que no es de Oporto exactamente, santuarios y otros lugares de devoción… Artu Segura completa el libro con el desmenuce cinéfilo de tres filmes nada tópicos sobre tamaño país: de Erice, Tanner y Kaurismäki. Siempre nos quedará Portugal, y García Prieto para contarlo.

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En el restaurante, un amigo y yo ojeamos y olisqueamos con prevención un plato de aspecto y aroma sospechosos. Luego, nos miramos y él sentencia: «Chico, no queda más remedio que hacer la vida gorda». Toma ya solecismo.

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¿Qué es un calambur? Si quieren ustedes, solo un juego de palabras. Si quieren seguir el diccionario de la RAE, una agrupación de varias sílabas de modo que alteren el significado de las palabras a que pertenecen, como en «este es conde y disimula», que podría ser también «este esconde y disimula». Si prefieren la definición de la Fundéu, un calambur se da cuando las sílabas de una o varias palabras contiguas, agrupadas de otra forma, producen o sugieren un sentido distinto. Mi amigo invisible de los palíndromos ya se despedirá en quince días, pero de hoz y coz está trabajando en la invención de calambures para el deleite de usted, lector. Me envía uno breve, de prueba: «Antenizados estamos», que podría ser asimismo «Ante Niza dos estamos».

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