En las noches despejadas del verano miramos al cielo y la majestuosa bóveda estelar desata la imaginación de quienes observan tal monumentalidad innumerable. Todo lo que imaginamos es apenas nada a la luz de los datos extraídos de la sonda Gaia, que la Agencia Espacial Europea puso hace unos años en el espacio y devuelve ahora un nuevo mapa de la Vía Láctea, nuestro hogar en el universo.

La cartografía tridimensional dibujada por Gaia de nuestro entorno cosmológico permite componer un puzle de casi 2.000 millones de estrellas. El diámetro del descomunal disco galáctico mide 170.000 años luz. Se trata de magnitudes inalcanzables -cada año luz son casi diez billones de kilómetros- cuyo discernimiento turba la mente humana, que solo por medio de un ejercicio asombroso de cálculo logra recrear tamaña grandiosidad. Ningún humano podrá alcanzar nunca la visión del replicante de Blade Runner en memorable monólogo cinematográfico: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.

Lágrimas o polvo microscópico de estrellas, somos menos de la décima parte del menor grano de arena en el desierto sideral; habitantes, tal vez únicos, de un sistema solar que viaja a 720.000 kilómetros por hora alrededor del centro de la Vía Láctea. Si una nave alcanzara esa velocidad tardaría 230 millones de años en dar una vuelta completa a la galaxia, pequeña isla en el océano proceloso de un universo donde confluyen otras cien mil millones como ella. Desechen toda esperanza de comprenderlo. Solo contemplen ese escenario majestuoso en la próxima noche despejada del verano.