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José Martínez Jambrina

Y memoria, ninguna

Asturias y la escuela de Santiago Ramón y Cajal

Hacía 1962, el escritor Jaime Gil de Biedma incluyó en su libro “Moralidades” un poema titulado “Triste Historia” que no pudo publicarse porque fue prohibido por la censura. El poema en cuestión es muy conocido, sobre todo por sus versos iniciales: “De todas las historias de la historia la más triste es la de España porque termina mal…”. Dicho poema sería publicado en México en 1966.

Las cosas han cambiado en este país desde 1962 hasta hoy. Habría que actualizar el poema: “De todas las historias de la historia la más triste es la de España porque o no se escribe o se escribe mal…”.

Con las palabras de Gil de Biedma sonando en boca de Paco Ibáñez leo que el Ministerio de Ciencia y Tecnología ha decidido declarar el año 2022 como el “Año Cajal”. La deuda de este país nuestro con Santiago Ramón y Cajal requiere un adjetivo de mayor potencia que “impagable”. Que el Ministerio dedique este año a su memoria es de agradecer. Pero hay otras cosas incomprensibles. Así, sorprende que el Año Cajal diese comienzo el día 1 de junio del corriente. Se ve que llegó sin anunciarse, como la primavera de Neruda. También resulta que el Año Cajal durará tres años. Superado el umbral del asombro ante estas sorpresas parece más preocupante que sigamos sin saber nada de la puesta en marcha de un centro o museo que concentre la obra de Cajal y su escuela. Y que siguen apareciendo noticias sobre la dispersión del famoso “Legado Cajal”. Sus cartas, sus preparaciones histológicas, incluso sus sueños más profundos, siguen apareciendo en paquetes al peso en mercadillos populares. El gran Cajal no tuvo herederos cualificados. Pero tampoco parece que se esté haciendo demasiado por solventar esa ausencia de criterio que motivó el despiece de sus pertenencias personales y técnicas.

Porque Cajal no es solo Cajal. Es Cajal y su escuela. Una escuela que se extiende desde lo neurológico a lo psiquiátrico y que surge al calor del Premio Nobel que recibió en 1906. Y porque Cajal es con Einstein, Galileo, Newton y Darwin, uno de los científicos más citados a nivel mundial.

El empeño que Cajal puso en crear una escuela que continuara su trabajo quería mostrar algo que repetía a menudo: que los científicos españoles podían competir con los de cualquier otro país si contaban con una financiación adecuada. Sir Charles Sherrington, neurofisiólogo premiado con el Nobel en 1932, dejó constancia de que “si algún científico ha sabido crear escuela, ése ha sido Cajal”. Y es que el hecho de crear una escuela era, para Cajal, una obsesión.

Pero la realidad es que es que en España se sabe muy poco de Cajal y mucho menos aún de la Escuela de Cajal.

Ni de su espléndida escuela neuropatológica (con Pío del Río-Hortega, Lorente de Nó, Tello o De Castro) ni tampoco de los psiquiatras que crecieron a su lado como José María Villaverde, Gonzalo Lafora o José Miguel Sacristán, que formaron la que posiblemente sea la mejor escuela psiquiátrica que ha tenido este país, la que se conoce como “generación de 1916” o “generación de Archivos de Neurobiología”.

Esa escuela psiquiátrica madrileña aparece liderada por Gonzalo Rodríguez Lafora, Don Gonzalo, que en 1911 y a sus 26 años, acertó a identificar la epilepsia mioclónica familiar progresiva, lo que le había granjeado un gran respeto entre los científicos a nivel mundial. La Enfermedad de Lafora es la única enfermedad neurológica que lleva el nombre de un español. La única.

Desde entonces y hasta 1936 la psiquiatría española conoció una época dorada. Porque Lafora, Sacristán y Villaverde siguieron el impulso de Cajal y agruparon a una generación de jóvenes médicos a quienes instruyen y tutelan. Y les buscan estancias en países más avanzados en investigación gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, impagable invento. En 1919, Sacristán asumió la dirección del manicomio de Ciempozuelos y allí es donde comienzan a centralizarse la docencia y la investigación. Con Lafora, recuerda Luis Valenciano Gayá, uno de sus mejores discípulos, se formaron José Germain, Rey Ardid, Mariano Bustamante. Y entre ellos, un asturiano: Manuel Villar Escandón.

Discípulos de Lafora pero más directamente de Sacristán, fueron el gijonés José Solís (1908-2006), el bilbaíno Ángel Garma, gran difusor del psicoanálisis en España y el orensano José Salas (1905-1962), entre otros. Todos ellos son los “nietos científicos de Cajal”, por ir nombrando herederos.

Crece el número de médicos jóvenes atraídos por la psiquiatría, tras el estirón freudiano. Y tienen la suerte de formarse con profesionales sólidos en clínica y pedagogía. Y conectados con otros ámbitos del saber, vía Ortega y Gasset, Zubiri o Juan Ramón Jiménez. Poco a poco, Lafora fue dejando la neurología por la psiquiatría y Sacristán pasó a ser contertulio predilecto del gran Cajal.

Todo esto que tanto había costado construir se fue al traste con el inicio de la Guerra Civil en 1936. Cajal, fallecido en 1934, en plena revolución asturiana, no llegó a verlo.

Los primeros disparos de la contienda le costaron la vida a Villaverde en Madrid o a Villar Escandón en Asturias, por ejemplo. Al resto, al grupo de psiquiatras más interesante que ha tenido este país, no les quedó otra opción que exiliarse o hacerse invisibles para salvar la vida. Así se fueron Marañón y Ortega y Gasset. Sacristán huyó a Francia y Lafora, Don Gonzalo, a Méjico. Casi todos retornarían del exilio pero ya nada sería igual para nadie. Nunca fueron repuestos en sus puestos ni pudieron reanudar los trabajos interrumpidos. Sacristán y Lafora fueron humillados en los procesos de depuración del régimen franquista. El resto, la mayoría, o no regresaron o se acogieron a la discreción que procuraba una consulta privada.

Si en aquellos años, entre felices y trágicos, hay una relación curiosa es la que tuvieron José Solís y José Salas. Ambos habían coincidido en la Residencia de Estudiantes donde se alojaban los divinos: Lorca, Dalí o Severo Ochoa, etc. Y mantuvieron una estrecha relación llegando a hacer publicaciones juntos. La guerra les separó. José Salas estuvo a cargo de Ciempozuelos durante un tiempo. Pero en 1939 se trasladó rápidamente a Gijón donde vivió hasta su muerte. Heredero del sólido biologicismo de Sacristán, se especializó en una de las técnicas más curiosas del psicodiagnóstico: el Test de Rorscharch, el de las manchas de tinta. Tenía que haber publicado su libro, basado en 1.800 casos, en 1936. Pero el libro no vio la luz hasta 1943. Sigue siendo un texto de referencia sobre el tema. Sin que sepamos porqué no pudo ser reeditado ni Salas logró publicar una segunda edición como tenía previsto.

José Salas abrió su consulta privada en la calle Cura Sama y una clínica en El Bibio. Las crónicas periodísticas cuentan que era todo un personaje. Había sido futbolista, con un gran gol a Ricardo Zamora en su haber. También fue buen jugador de ajedrez, en la estela de Carlos R. Lafora, uno de los mejores ajedrecistas españoles, hermano de Don Gonzalo. Pero su labor docente y científica quedó diluida en el recuerdo de los buenos días perdidos. La continuaría su hija Margarita Salas, desde la bioquímica.

Algo parecido le sucedió a José Solís. Tras la guerra pasó a Burgos pero le hicieron buscar otro aposento. No llegó a Gijón. Tuvo la fortuna de encontrar en León un refugio tranquilo. Abrió su clínica privada y con su formación psicoanalítica se procuró una buena clientela, se incorporó discretamente al mainstream local y así siguió viviendo junto a su esposa Galia, una hermosa rusa que había conocido entre los exuberantes creadores de la calle Pinar. Tuvo tiempo para promover, con otros alumnos, la reapertura de la Residencia y siempre que pudo mostró el fervor por el conocimiento que le inculcaron sus maestros. No volvió a publicar apenas en revistas científicas. Sí hubo de reseñar en 1962 la prematura muerte de su amigo José Salas y con quien había reestablecido contacto.

En 1962, el poeta Jaime Gil de Biedma publicó su libro “Moralidades”. En él se incluye éste: “De vita beata”:

“En un viejo país ineficiente,

algo así como España entre dos guerras

civiles, en un pueblo junto al mar,

poseer una casa y poca hacienda

y memoria ninguna. No leer,

no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,

y vivir como un noble arruinado

entre las ruinas de mi inteligencia”.

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