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Josefina Velasco

La batalla, el rey y la Virgen

Ante los 1.300 años de Covadonga

En ese particular solar astur la historia sale siempre al encuentro. Y este año todavía más. Según consenso histórico casi general la batalla de Covadonga sucedió en el año 722, hace la friolera de 1.300 años. Y cosido a los riscos del monte Auseva, hogar de la Santina, quedó por los siglos de los siglos un mito integrador: Pelayo el rey, el guerrero, el caudillo, el jefe de la pandilla que se enfrentó a los musulmanes ayudado por la Virgen de las Batallas. Fueran los suyos un ejército o “un grupo de asnos salvajes” y fueran los otros unos cuantos o miles el encontronazo, en versión que siempre difiere según la narren vencedores o vencidos, pasó a formar parte del quehacer de los historiadores y a instalarse en el imaginario colectivo. Un matrimonio secular, Pelayo y Covadonga, en el fragor de una contienda.

La épica de Pelayo y la Reconquista siempre fue objeto de polémica. Los musulmanes lo trataron tiempo después como una escaramuza porque es ley de los vencidos denigrar a los vencedores, mientras que entre los reinos cristianos –no siempre bien avenidos– se mantuvo el hito de un gran combate legitimador de la recuperación del idealizado reino visigodo invadido. El choque secular estaba garantizado al igual que la discrepancia en su interpretación. Sea como fuere Pelayo se plantó como el primero en el trono de las dinastías hispanas que continuaron guerreando hacia el sur con la secuencia de astures, leoneses y castellanos; se instaló en la iconografía regia de los austrias y los borbones como figura originaria. Se analizan hasta la extenuación las crónicas y relatos que hablan, poco, de Pelayo y su batalla. “A inicios de la década de 880 no se sabía a ciencia cierta quién había sido Pelayo, y en consecuencia, resultaba indispensable asegurar su existencia, identificándolo reiteradamente y recordando su papel bajo el denostado penúltimo rey godo. Estos datos personales, su paternidad sobre Favila y Ermesinda, y la duración del reinado (718-737) es cuanto podemos extraer de materia histórica segura sobre el primero de los reyes asturianos de las crónicas cortesanas de Alfonso III”. Puede que su rebelión coincidiera con otras similares en tierras del Mediterráneo atacadas por los sarracenos. Pero aquí Pelayo, la Cruz prodigiosa y la batalla amparada por la Virgen se convirtieron en seña de identidad. Aunque discutido y en gran medida rebatido, sigue llamando la atención el aserto de Sánchez Albornoz, el historiador republicano fascinado con la figura historiada: “Pelayo no fue el nuevo rey elegido por una aristocracia caduca y vencida, sino el caudillo de un movimiento popular, el caudillo de los fieros astures que, una vez más en la historia, se atrevían a luchar solos contra los dominadores de toda la península. Esta vez para, tras la victoria de Covadonga, no del 718 sino del 722, iniciar el gran proceso histórico que había de dar origen a la nación española”. Ningún otro rey repitió su nombre. Hubo santos, obispos y gente de pueblo alto y llano muy ligados a esta tierra de acogida que adoptaron su nombre. Aún hoy manifiesta vitalidad onomástica al igual que Covadonga.

La historia, la filología, la literatura de ficción tuvieron y tienen en Pelayo un filón. Para muestra la magnífica exposición bibliográfica que ahora se expone en la Biblioteca de Asturias: “Covadonga, una batalla historiográfica”. Y es que el hecho y su protagonista es “uno de los grandes motivos de inspiración artística en los últimos trece siglos”. El protagonismo de Pelayo en la literatura nacional de los últimos siglos (Jovellanos, Espronceda) o en el romanticismo entre los relatos de viajes de viajeros y en obras de todo género italianas, francesas, portuguesas, inglesas o estadounidenses del siglo XIX ha sido destacado. Y respecto a la representación iconográfica están los cientos de imágenes en grabados, en pinturas o en esculturas. Solo hay que ir al Museo del Prado, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el Museo de Bellas Artes de Asturias o el Museo del Real Sitio de Covadonga para comprobarlo. Pero, incluso si eso nos falla, basta con pasear por Oviedo, Gijón (que además hace ondear en su bandera al rey victorioso), Covadonga, Cangas de Onís o frente al Palacio Real de Madrid. El poder evocador y validador del don Pelayo fue tal que su uso renació ante la adversidad en momentos claves del largo periodo de la Reconquista, en las incertidumbres de los Habsburgo; en la obra del cronista real Francisco de Sota y su “Chronica de los príncipes de Asturias y Cantabria” (1681); amparó la nueva dinastía de los borbones, presente en la estatuaria real de Carlos III. Durante el siglo siguiente, XIX, Pelayo fue también invocado en el triunfo de la guerra de la Independencia y después como recurso imprescindible del romanticismo pictórico de Federico Madrazo. Como caudillo invencible lo utilizó el dictador tras la guerra civil española. La apropiación ideológica se materializaba por ejemplo en el “Jardín de los Reyes Caudillos” con obras de calidad en los años 40, dejando fuera, pegado a la catedral, al rey creador de la corte ovetense, primer peregrino del Camino, Alfonso II el Casto, a quien, pese a su serena imagen, los turistas confunden con el belicoso Pelayo que orgulloso se alza en el interior del Jardín.

Pero la batalla de Covadonga nada hubiera sido sin la protección segura de su arma más eficaz, la Virgen. A ella, cosas de la fe, poco se la cuestiona, aunque se hace notar que el lugar, Cova Dominica o como se conociera, ya era centro de culto antes del providencial suceso. Y siguió siendo así. Ningún desastre u olvido temporal ahogó el ritual del sagrado espacio. El gran incendio del XVIII propició proyectos para levantar un recinto digno que se concretó con lentitud en el Real Sitio de Covadonga. En 1918 –se recordó el centenario hace unos años– hubo una visita real para festejar la Coronación de la Virgen y los 1.200 años de la elección de Pelayo, coincidiendo casi con la protección pionera del “Parque Nacional de la Montaña de Covadonga”. De algún modo los mitos tejidos entorno a la historia o la historia mitificada tienen arraigo innegable. Tan es así que en plena guerra civil, cuando arreciaba el odio, un anarquista salvó la imagen de la Santina patria exiliándola a Francia y, acabada la guerra, dicen que un joven comunista descubrió en la embajada de París dónde se hallaba oculta para que pudieran devolverla a su cueva. Su réplica está presente en multitud de iglesias, domicilios particulares, en casi todos los “centros asturianos de la emigración” repartidos por el mundo y en su capilla de la Catedral a cuya protección se encomendó hasta el recientemente llorado obispo Díaz Merchán.

La historicidad de la batalla de Covadonga, su tiempo, dimensiones o legitimidad seguirán generando estudios. Pero una Reconquista cuestionada; la tesis de que la invasión musulmana fuera más provocada por las guerras internas entre la nobleza visigoda que debida a una acción planificada; que los moros fueran más o menos tolerantes e incluso vistos como libertadores por los oprimidos súbditos godos y de ahí la rapidez de la ocupación peninsular (711-714); o que el gobierno de Munnuza en las tierras astures no fuera tan malo, no invalida la batalla más significativa en cuanto a su proyección posterior, la de Covadonga. Tal vez haya de contarse más con el contexto internacional contra la expansión del islam y menos con el mito del indigenismo libertario de los pueblos del norte, astures, cántabros o vascones. Aún queda mucho por descubrir. Pero Covadonga, Pelayo y la Batalla son nudos ciertos de asturianía.

[César García de Castro. “La batalla de Covadonga. Problema historiográfico, trasfondo histórico y consecuencias sociopolíticas”. Anejos de Nailos, 5, 2019 (acceso libre); Agustín Coletes Blanco, ed. “El Rey Pelayo en el romanticismo europeo y norteamericano: siete estudios críticos”. Oviedo: Real Instituto de Estudios Asturianos, 2015]

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