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Francisco Fresno

Dejemos de decir impuestos

Una revisión democrática al lenguaje de la Administración

Impuesto viene de imponer, y por ello guarda una relación con lo autocrático al tratar a los ciudadanos como subordinados en vez de como pueblo soberano en correspondencia con una democracia.

En nuestro régimen democrático (con todos los defectos que se quieran) participamos económicamente para mantener lo público como contribuyentes (de contribuir). Por ello, contribución nos suena mucho más acorde con lo democrático que impuesto. Mirando la etimología también tenemos tributo, que deriva del verbo "tribuere", distribuir, repartir, que en su origen significaba repartir entre las tribus.

Nadie negará la importancia del lenguaje. Ahí tenemos en negativo un pésimo ejemplo del machismo del que venimos, con los significados de hombre público y mujer pública: para él como relevante, y para ella como prostituta.

La Administración, en sus diferentes escalas nacionales, autonómicas y municipales se configura como un gran medio de comunicación, y como tal debería contar con un manual de estilo democrático y revisable que considere tanto el lenguaje como las formas con las que se dirige a la ciudadanía, una ciudadanía a la que se debe y que la mantiene económicamente, por lo que en la práctica también podemos considerar a la Administración como un proveedor de servicios públicos que no debería ponerse por encima de los ciudadanos en ningún caso entendiendo lo jerárquico como subordinación ciudadana en sentido inverso.

De esto también deberíamos tomar nota todos. Cada vez que voluntariamente decimos "impuestos", igual los medios de comunicación que cada uno de nosotros individualmente, afirmamos en nuestro fondo no consciente una subordinación que solo le viene bien al poder en su vertiente no legítima, con efectos muy similares a los de la publicidad subliminal, considerada ilícita por su carácter manipulador desde 1988 dentro de la Ley General de Publicidad. Aún así, se siguen manteniendo por parte de los poderes políticos ciertas prácticas como ensayos de obediencia colectiva, como los cambios horarios con el pretexto del ahorro energético, sabiendo que ahorraríamos mucha más energía y perjuicios de todo tipo, también económicos, suprimiendo toda la burocracia que en su vertiente aberrante han diseñado los legisladores.

Por este motivo solo podemos considerar en positivo el encargo que el presidente del Principado de Asturias, Adrián Barbón, le hizo al vicepresidente Juan Cofiño, de renovar ese farragoso y creciente aparato que es la Administración Pública. Pero este cambio, con todas las dificultades que conlleva, no resultaría completo ni auténtico si no comprende también una adecuación del lenguaje de la Administración, porque los cambios nominativos comprometen más de lo que parecen los conceptos y funciones administrativas. Por poner un solo ejemplo de lo contradictorio, tenemos en el ámbito municipal a los ayuntamientos que se dan a sí mismos el trato de "excelentísimo" a la vez que en la práctica dan cabida al silencio administrativo, algo que no se permite en sentido inverso sin consecuencias sancionadoras.

Para estudiar estas cuestiones y dirimirlas en toda su amplitud, la Administración ya cuenta en las universidades públicas con personas expertas que la puedan asesorar de forma multidisciplinar sobre todas las materias necesarias relacionadas con el lenguaje, lo psicológico y sociológico, la jurisprudencia, la filosofía... No se trata de quitarle jerarquías ni autoridad a la Administración sino de todo lo contrario, de encauzarlas de forma más ejemplar y eficiente en el discurso de un país que se pretende democrático y moderno, aunque tantas veces tengamos que soportar el mal ejemplo de los parlamentos por un nivel muy bajo del lenguaje, y por unos recursos dialécticos negativos, extremadamente pobres y populistas, que solo contribuyen a generar fuertes fachas de viento, con el peligro que ello acarrea para la democracia (el ejemplo de Donald Trump lo ilustra).

Decimos todo lo anterior con escepticismo, pero con el propósito de que alguien pueda coger el guante. No importa que seamos muy pocos, porque las decisiones individuales mantenidas en el tiempo cuentan más que las papeletas que cada cuatro años metemos en las urnas.

Ejerzamos, por tanto, nuestra libertad democrática responsable en el día a día, en lo general y en los detalles, incluyendo también el lenguaje. Uno, o unos cuantos, o muchos, podemos decidir no volver a pronunciar ni a escribir jamás la palabra "impuesto", por dignidad y para no seguir ejerciendo como voluntarios subordinados afirmando lo ilegítimo, porque democracia somos todos si en la práctica decidimos incluirnos como soberanos.

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