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Carlos Fernández

Cudillero qué tendrá

Una mañana de la Amuravela

Eran dos mujeres, cerca de los sesenta, con aire de comer abundante, una con vestido estampado y chaqueta de perlé, la otra un traje sastre blanco con zapatones marrones. Con ellas un hombre de la misma edad año arriba o abajo, con vaqueros y la americana de espiga fina que había sido de un traje. El paisano dijo: "Yo espérovos tomando algo, non tengo na que oír a esi paisano". "Déjalu –dijo la del vestido a la otra– ye pa todo así; quedamos encantaes". Había poca gente, era temprano. Cerca de la pescadería unos chavales vendían el texto de la Amuravela, que recitaría Cesáreo Marqués en una hora, buena idea para que no se escapase nada de la llingua endiablada de los pixuetos, mezcla de asturiano y malayo. Me apeteció un café. El letrero decía "El bar de Chupis". Tres parroquianos maduros en una mesa, otro, un poco vencido, apoyado en la barra. Estalló un barreno; el dueño del bar, de pelo blanco y camisa de manga corta, se lamentó por lo nerviosa que estaría la perra de Juan Mari. "Cuando acaben de sonar quedará a gusto" –dijo uno de los de la mesa. "A gusto quedaba yo si pudiese contestar a algún cliente..." –dijo el dueño sacando tazas del lavavajillas.

Por un altavoz del techo se oía muy suave a Miguel Poveda. "¿Visteis qué música tengo?" –dijo colocando las tazas al lado de la cafetera. "De pena" –respondió el cliente de la barra.

Pagué el café y tiré hacia la Catedralina. Había gente ante la puerta vestida de domingo aunque fuese miércoles, esperando el inicio de la procesión. Ya andaban por allí las fuerzas vivas, un comisario de la Policía Nacional; capitán, sargento primero y número de la Guardia Civil, alcalde, consejero del asunto rural, unos curas, y los de la tele. La fanfarria "El Felechu", con su batería con ruedas tocaba un mambo, transformando la Plaza en el Tropicana, con el personal dándole a la cadera.

Subí las escaleras del Ayuntamiento; un monaguillo de uniforme blanco y rojo, como debe de ser, oía la música sacándole jugo caribeño al cuerpo. Tiré hacia el Baluarte. La Ribera ya se iba llenando. Un técnico probaba el sonido "¡eiii, eiiii, siiii, iiaaaa, ssssiiii!".

Hablé con un lugareño. Cudillero estaba de moda, petao; todo era obra de Juan Luis Álvarez del Busto, pero el reconocimiento, como siempre, cuando estuviese en el otro barrio, o sea, lo habitual.

No, no había ningún sitio donde comprar la novela de Palacio Valdés. Desde el Palación vi L’Amurabela como si estuviese en la mismísima lancha. A mi lado había una pareja; ella, cuarenta y algo años, con mucha clase, guapísima; él unos cuantos años más. Se veía que se llevaban bien, que encajaban.

Cesáreo Marqués soltó lo de "¡Mientras Cudillero viva y duri la Fuent’il Cantu...!". Le pegaron fuego al "Xigantón", que empezó a girar entre humo y explosiones, hasta que reventó el barreno final quedando del muñeco un muñón humeante. Ella, apartando el pelo y riendo, le dijo a él: "Eso es lo que yo hago contigo, según tú…". "Anda, princesa, vamos a comer un buen bonito al Pitu" –respondió él.

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