La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ramón Punset

El espíritu de las leyes

Ramón Punset

Gloria y fracaso de Gorbachov

Del sueño de transformación socialista a la nueva cleptocracia rusa

La muerte de un personaje histórico de la entidad de Mijaíl Gorbachov, ocurrida más de treinta años después de su retirada de la vida política, suscita sentimientos encontrados: en el mundo occidental y en la Europa del Este su figura despierta admiración, reconocimiento y gratitud por haber propiciado el fin de la Guerra Fría y la libertad de los países sometidos, tras la Segunda Guerra Mundial, al yugo soviético. Para ellos y para los nuevos Estados desgajados de la URSS, 1991 fue un annus mirabilis, mientras que para los imperialistas como Vladímir Putin se trató del "mayor desastre geopolítico del siglo".

Gloria y fracaso de Gorbachov

Según el gran historiador británico Ian Kershaw, la disolución, el 31 de diciembre de 1991, de la Unión Soviética supuso el final del experimento político más extraordinario de los tiempos modernos. Quizá exagere, si pensamos en la Revolución Francesa y su legado de civilización, mientras que Rusia, como el mismo Kershaw reconoce, se convirtió, tras la aurora revolucionaria, en una sociedad criminalizada ("Ascenso y crisis. Europa, 1950-2017: un camino incierto", Ed, Crítica, 2019). Y en ello sigue, desde luego, aunque de otra manera.

Gorbachov se empeñó en reformar el edificio podrido de la Unión Soviética, una construcción que estructuralmente –y desde sus mismos inicios– carecía de viabilidad como proyecto socioeconómico y político. ¿Era, pues, un marxista-leninista de origen y educación que, una vez llegado a la cúspide, se convenció de que, de las dos revoluciones de 1917, la de febrero, surgida de la alianza de liberales y socialistas, que había prometido libertad, igualdad y respeto a los derechos humanos, era mejor que la bolchevique de octubre? El coste de esta última en términos humanos había sido terrible y su herencia suponía una pesada losa de inhumanidad y barbarie. Dudo, no obstante, que Gorbachov, al fin y al cabo un "apparatchik" del Partido (PCUS), partiera de semejante premisa en su propósito reformador. ¿Qué pasó, entonces?

Mediante el Primer Plan Quinquenal (1928-1932), el Gobierno soviético construyó un Estado socialista y nacionalizó completamente la economía. Su intención consistía en promover, escribe Yuri Slezkine ("La casa eterna: saga de la Revolución rusa", Acantilado, 2021), el cumplimiento de la profecía original creando ex post las precondiciones económicas de la Revolución, o sea, la industrialización del país, que debía además acompañarse de la abolición de la propiedad privada y la destrucción de los enemigos de clase. El mantenimiento férreo del poder absoluto y solitario del líder comunista supremo resultaba completamente indispensable frente al fracaso clamoroso de la colectivización y, en definitiva, de todo el experimento soviético. Tras la rotunda victoria militar de 1945 el sistema de gobierno de la Unión Soviética continuó siendo una dictadura totalitaria, y lo fue prácticamente hasta el final.

En este mundo jurásico dirigido por acartonados gerontes irrumpió Gorbachov y puso en marcha un proceso de apertura del régimen comunista a través de la "perestroika" (reestructuración) y la "glasnost" (transparencia). A este respecto escribe Serhii Plokhy ("El último imperio. Los días finales de la Unión Soviética", Ed. Turner, 2015) que fue el reconocimiento de los derechos civiles (y en particular del derecho al voto) de los habitantes de las Repúblicas lo que hizo imposible mantener el imperio: las elecciones democráticas se revelaron incompatibles con el Estado soviético. O dicho de otro modo: la democratización del sistema emprendida por Gorbachov apenas aumentó el apoyo popular a su proyecto de reformar la URSS desde el Kremlin. Lo único que consiguió esta política de apertura no fue otra cosa que animar a las naciones soviéticas a reivindicar su autonomía, amenazando de este modo la integridad de la Unión, a la que se habían incorporado por la fuerza. Así, en el verano de 1990, la mayor parte de las Repúblicas soviéticas ya se habían declarado soberanas, lo que significaba que sus leyes prevalecían sobre las de la URSS, cuya Constitución, por cierto, reconocía el derecho de secesión.

La pregunta del millón es: ¿por qué la burocracia comunista permitió, en general pacíficamente, la liquidación de su inmenso poder? Porque –responde convincentemente Plokhy– el grueso del dinero del Partido Comunista fue a parar a los Bancos y negocios creados por los "apparatchiks" del PCUS y sus empresarios amigos durante los dos últimos años del mandato de Gorbachov. Apartados de sus cargos, los funcionarios del Partido buscaban transformar su poder político en riqueza material, asegurándose una vida cómoda fuera del aparato. El país se evitaba así un conflicto prolongado y posiblemente sangriento con una clase dirigente numerosa y aferrada a sus privilegios, que de otro modo no habría tenido nada que ganar con la transición política a un nuevo régimen.

Esto vale tanto para la Federación rusa como para las demás Repúblicas que se declararon independientes. Todas se convirtieron en cleptocracias, también Ucrania. Tras eliminar políticamente a Gorbachov, Borís Yeltsin avanzó decididamente por este camino de corrupción y nepotismo. Putin, su sucesor, destruyó las reformas democráticas apenas emprendidas y creó una monocracia basada en el favor y en el temor, asesinatos incluidos. Mijaíl Gorbachov, ya sin poder alguno, asistió impotente desde entonces a la larga pesadilla en que se transformó su sueño de renovación socialista. De haber leído a San Agustín, hubiera podido afirmar igualmente: "Remota itaque iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?" (“De Civitate Dei”, IV, 4): Si no se respeta la justicia, ¿qué son los Estados sino grandes bandas de ladrones?

Compartir el artículo

stats