Ha muerto una benefactora, Lola Ferreira. Fue este jueves negro en que ya el verano le da la vuelta al aire, y ha coincidido su final, al que se oponía con humor y melancolía, con el de la reina de Inglaterra. Tantas cosas diría ella, con su voz quebrada, como un junco indeciso, si hubiera llegado a saber de la posibilidad de esta coincidencia. En una entrevista que le hice para 'El País' (7 de febrero de 2012) me recordó su periodo prochino (“eran otros tiempos”), y durante los años en que nos conocimos, hasta el fin de todo, que ella anunció a su manera, jamás dejó de preocuparse por la política, este alimento que se adulteró desde que dejó de dilucidarse en un estadio griego.  

Pero su materia fueron los libros, las editoriales (Círculo de Lectores, Galaxia Gutenberg fueron las suyas), la Feria del Libro, a la que acudía con el fervor que compartió, por ejemplo, con Teo Sacristán o Nani Valverde, y la conversación. Su cigarrillo largo, de mujer acostumbrada a fumar como parte de una estética heredada de las noches de la clandestinidad, acompañó siempre su voz peculiar, que subía y bajaba, se aclaraba y se ensombrecía como si hasta eso fuera la explicación de una manera de ser. A veces, esos modos se activaban para bien en contacto con los amigos con los que mantuvo una conversación transitiva. En aquella conversación que tuvimos cerca del hotel Palace, centro neurálgico en un tiempo de la esencia del ego literario español y mundial, me dijo algunos de sus nombres favoritos, a los que trató como una madre o como una novia. Octavio Paz (“era de una vivacidad apasionada”), José-MiguelPeter Esterhazy, José María RidaoJuan Eduardo Zúñiga, el hermano mayor de la literatura por la que ella transitó, Carlos Edmundo de Ory o Nicanor Vélez (“artífice de nuestra maravillosa colección y fallecido a finales de 2011”). Cuando le pregunté por gente con la que le hubiera gustado quedar me mencionó también a amigos de su alma, como José Luis Pardo, Miguel Morey, Félix de Azúa, Manuel Longares, Jordi Llovet… Su preocupación, como la de una madre que sabía de sabores y de sinsabores, era verlos “a todos felices”. 

El mundo se hizo más cibernético, acabó ese apego a la lentitud que estuvo entre sus pasiones intelectuales, que incluyeron la literatura y el cine (fue actriz de su propia historia política en la película 'El sopar', que dirigió Pere Portabella) y la de escribir de vez en cuando a aquellos a los que tuviera presentes. Éramos mejores por carta, como escribió Alfredo Bryce Echenique, así que no dejó ni un día sin línea, repartiendo ánimos cuando ella misma no los tenía. Fiel siempre a esa máxima editorial en función de la cual no hay que dejar ningún ego sin amparo, nos escribía incluso a aquellos a los que nunca tuvo a su cargo.

Las que serían las últimas semanas de su vida tuvieron su propia crónica, que yo recibí, imagino igual que otros, en mi cuenta de correo electrónico, ese estadio sin voz que nos ha regalado la vida moderna. Fue el último 30 de agosto, antes de que entrara este septiembre raro en que ella ha muerto. Decía Lola que tenía “ganas de veros a todos” pero “mi médico prefiere que esté en casa sin enredar antes de verme en la calle (delgada como niño afgano)”. Sus pies se mantenían “todavía inflamados pese a los baños de sustratos y geles varios”. 

En un giro que era propio de ella (quitarse del foco para ponerlo muy lejos, en otra cosa) me instaba en seguida a preocuparme por una conferencia que ella situaba en Locarno, en la que se habían discutido propuestas habidas “en la primera Gran Guerra”. Constituyen, avisaba, “un valioso material de análisis, ¿tú no lo ves así?”.

Le contesté con ánimos, y ella me hizo esta proposición, que cumplí de una manera egocéntrica pero inevitable: “Envíame algo que hayas escrito que te tenga secretamente satisfecho”, decía. Y yo le envié un artículo que acababa de publicar aquí, cuyo título era 'Qué raro, septiembre'. Qué raro, septiembre, querida Lola Ferreira. Qué raro todo, la verdad, y lo más raro, con el dolor, es la muerte.