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Pablo Luis Álvarez

Muerte de un siglo

La desaparición de la soberana británica abre un nuevo tiempo

Nadie pensó aquella mañana, al bajar la ovetense niebla por el curso del río Tyne, que ese mismo día iba a morir un dios vivo en Inglaterra. ¿Es que acaso no se acerca a lo sagrado quien no puede llevar consigo sus dineros, quien no tiene derecho al mismo voto que elige a sus validos o quien tiene la titularidad última de las tierras que forman su reino? Sin duda, alguien así, aunque no sea divino, no puede estar en el orden de las cosas ordinarias. El lector se habrá dado ya cuenta de que quiero polemizar y que, al tiempo, hay algo así como un poso de verdad en lo que digo. ¿Qué puede significar, en el registro mediano de la vida, en los quehaceres de cada uno, la muerte de un monarca? Probablemente, en la opacidad del día a día, no signifique nada. La hierba crece verde sobre la pérfida Albión. Y sin embargo, el estremecimiento que todos hemos sentido al escuchar la noticia merece que nos detengamos un par de minutos sobre este acontecimiento.

Entre los muchos instrumentos de los que nos servimos historiadores y filólogos, la sucesión de las edades y la periodización de los siglos destaca por ser tan absurda como útil. Se habla a menudo de un "largo" siglo XIX, que empieza con la primera revolución burguesa (la de Francia) y termina con el fin de la Gran Guerra en 1918. Empieza aquí un nuevo tiempo, el siglo XX, que llega casi dos décadas tarde sobre la hora convenida. Se dice también que el siglo XXI que le seguiría habría dado comienzo en 1989, con la caída del Muro de Berlín. Sin duda, podemos admitir, aunque sea provisionalmente, que el siglo XX ha sido corto, que apenas ha durado 70 años (curiosamente, los mismos que el reinado de Isabel II).

Pero ante su muerte, a un tiempo esperada y sobrevenida, yo me pregunto si el siglo quizás haya muerto aquí, si el siglo XXI comienza ahora, tras la puta locura de la pandemia, la no menos puta ni tampoco menos loca invasión de Ucrania y ahora, el fin de la segunda era isabelina. Comienza ahora el reinado de Carlos III, Carolus Rex, un hombre al que su país hace ya tiempo que comprende y por el que siente más afecto del que pensamos en España; abogado de la sostenibilidad, de la acción (immediata) contra el cambio climático y de la recuperación de la sabiduría tradicional para solucionar los retos a los que nos enfrentamos como especie.

Esta nueva era carolingia va a convivir con el delirio de nuestro tiempo: días en que personajes que habrían sido ridículos en otra época, como Trump o Bolsonaro, son hoy para muchos adalides de la libertad, cuando no depositarios de una mandato divino que va a instaurar en la tierra la Jerusalén Celeste. Cuando sostenemos, como si fuese una obviedad, que la monarquía sólo tiene valor simbólico, ¿quizás estamos diciendo algo más profundo? Si las democracias liberales no han comprendido el valor de los símbolos (al contrario que los populismos, que sí lo han hecho, como nos recuerda Chantal Mouffe), la muerte de un siglo y el comienzo de un reinado puede ayudarnos a comprender que ese "mero" valor simbólico es también valor político.

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