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Daniel Capó

El caso italiano

La inestabilidad política, la gran falla de un país en entredicho

Los países mediterráneos sufren, dentro de Europa, un estigma que en algunas ocasiones puede ser merecido y en otras no. El ejemplo más claro lo tenemos en Italia, el gigante económico del sur y la segunda potencia industrial del continente, incluso por delante de Francia. Con sus gobiernos inestables, el peso de la mafia, su altísimo endeudamiento público y las décadas de estancamiento, Italia pasa por ser uno de los enfermos crónicos de la Unión. Para un turista ocasional, el deterioro general de sus infraestructuras parece confirmar este prejuicio: carreteras en mal estado, hospitales envejecidos, aeropuertos anticuados...

El contraste con nuestro país –que explotó al máximo los Fondos de Cohesión en la última década del siglo pasado y en la primera del actual– resulta evidente: en España todo es más nuevo y se encuentra, por lo general, en mejor estado. Sin embargo, Italia es un país más rico, más competitivo, con más industria, con universidades más cualificadas y con unas elites intelectuales mejor formadas. De hecho, su imagen de Estado fallido no deja de ser un mito que no se sostiene. No del todo, desde luego. Es cierto que Italia sufre un endeudamiento crónico en sus finanzas públicas, pero también que sus tasas de ahorro y de capitalización familiar son especialmente elevadas.

Es cierto que su I+D no puede competir con el de los países del norte de Europa, pero también que exporta más que importa y que su industria sigue desempeñando un papel relevante en el contexto europeo. Sus gobiernos pueden parecer manirrotos, pese a que en las últimas dos décadas han realizado esfuerzos notables de ajuste en el sector público. Su nivel estructural de desempleo no es desproporcionado, como en el caso de España o de Grecia. Y, sobre todo, sus regiones del norte se cuentan entre las geografías de éxito a nivel mundial. Y eso no puede decirse de todos los países europeos.

La gran falla italiana es la inestabilidad política: una sucesión interminable de gobiernos y alianzas profundamente disfuncionales. Ello a pesar de la tradicional finezza del país transalpino, una forma de cinismo que lo hace impermeable a los inveterados odios cainitas que se ceban con nosotros y que convierten a la sociedad española en un páramo fratricida. Esto no sucede en Italia, a pesar de su complicado recorrido histórico. A pesar de todo, las elecciones del pasado domingo han supuesto un nuevo sobresalto en ese puzzle político que es el gigante mediterráneo. La victoria de una extraña coalición de partidos que van de la ultraderecha de Meloni al populismo de Berlusconi, pasando por la exaltación identitaria de Salvini, resulta algo extraña pero a la vez previsible en una Europa cada vez más alejada de las elites burocráticas de Bruselas. Es un movimiento que ya vimos en el Reino Unido con el Brexit y que a otra escala vivimos hace unas semanas en la socialdemócrata Suecia. Sufragio tras sufragio, nos asomamos a las grietas abiertas por la globalización, que deja un reguero de víctimas. Su forma de defensa es alguna variante del populismo, el cual se hace eco de las quejas de los excluidos. El hecho de que Italia no sea un país fracasado significa simplemente que sabrá seguir siendo operativo; entre otros motivos, porque es el perfecto ejemplo de una nación que sigue adelante a pesar de sus gobernantes.

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