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El avance de la derecha radical

Los italianos han votado y todos han aceptado el resultado. Las elecciones han sido limpias, como las de cualquier buena democracia. Nadie las ha impugnado. De hecho, la competición electoral es el aspecto mejor valorado del sistema político italiano. Lo sucedido es algo que en Europa, queriéndolo o no, llevábamos esperando mucho tiempo. Un partido de la derecha catalogada de radical, Hermanos de Italia, ha sido el más votado y su líder, Giorgia Meloni, salvo imprevisto que no se contempla, y aunque ya han surgido las primeras desavenencias con sus aliados, será la encargada de formar gobierno. Por primera vez desde la segunda guerra mundial, un país fundador y central de la Unión Europea será dirigido por un partido de la derecha radical, la extrema izquierda está muy lejos de esa posibilidad, que se muestra recelosa con el proceso de integración y no manifiesta ningún entusiasmo por la democracia parlamentaria común en el continente. El triunfo de la ultraderecha italiana ha sido celebrado por un sector de la opinión pública en toda Europa, de Suecia a España, de Francia a Hungría. En estos y el resto de los países, la derecha más arisca deja notar su pujanza y confía en repetir el éxito.

El domingo, los italianos se repartieron entre las coaliciones de la derecha y de la izquierda casi exactamente de la misma manera que en las elecciones de 2018. Pero se registraron dos movimientos que alteran completamente el panorama político. La mitad de los votantes de la Lega y de Forza Italia votaron en esta ocasión al partido de Meloni, que multiplicó por cinco sus votos, resultando el más votado. Y el Movimiento 5 Estrellas fue abandonado por la mitad de sus votantes en las elecciones anteriores, optando la mayoría de ellos por la abstención o por el Partido Democrático, que es la fuerza hegemónica de la izquierda convencional. Así pues, la victoria de Meloni no obedece tanto a la existencia de una clara mayoría electoral de derechas en Italia como a la división de la izquierda, que además disuadió a un buen número de sus votantes de acudir a las urnas. Un tercio de los escaños se disputó en circunscripciones uninominales, donde la izquierda al acudir por separado compareció derrotada de antemano.

Mientras la izquierda ajustaba sus cuentas particulares y se dispersaba en la arena electoral, Meloni consiguió concentrar el voto de la derecha y exprimir en su provecho el diseño del sistema electoral. El desplazamiento de los votantes derechistas hacia el partido situado en la posición más radical de su espacio político abre un gran interrogante sobre los motivos de este comportamiento. El desprestigio de la política es terreno abonado para emitir un voto de protesta y Meloni había rechazado en solitario al gobierno de unidad nacional de Draghi. Pero es posible que haya causas más profundas que la mala gestión y el descrédito institucional. La desconfianza política y la inseguridad en general en sus vidas se ha ido apoderando de un número creciente de electores, que van adoptando una actitud más receptiva a los discursos que explotan la ira y el resentimiento, al mismo tiempo que prometen orden, autoridad, los valores conservadores de siempre, soberanía nacional y protección. Sobre todo cuando concluyen que les han fallado otras opciones a las que previamente dieron una oportunidad. Y es lo que ha ofrecido Meloni. La pregunta alcanza también, por supuesto, a la izquierda, que en situaciones de crisis suele verse relegada por los votantes, que no se han inmutado al sonar la alarma que advierte del peligro fascista.

Vista la fluidez de que hace gala la política italiana, donde los gobiernos duran poco y surgen partidos por doquier que suben y bajan como meteoros, no es fácil pronosticar el futuro de Meloni. Sin duda, la derecha radical europea ha dado un gran salto adelante en Italia. Paso a paso, suma votos y con su andar ambiguo ha logrado difuminar la línea que permitía distinguirla de la derecha demócrata. Reina la confusión en torno a la democracia. La derecha radical evita las proclamas antidemocráticas, pero insinúa su admiración por dictadores y regímenes autoritarios, resalta las imperfecciones de la democracia, carece de espíritu auténticamente democrático y oculta selectivamente sus intenciones. Meloni pretende hacer de Italia una república presidencialista. Puede tener los días contados, aspirar a ser un nuevo “Duce” o conformarse con representar el papel de una derecha dura, aunque acomodada. En fin, no parece que Meloni vaya a seguir el ejemplo de su admirado Trump, pero ¿convertirá a Italia en la segunda autocracia electoral de la Unión? Esta es la primera cuestión.

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