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Carlos sabía de Sísifo

La muerte de la papisa anglicana

Se ha muerto la papisa anglicana, ¿se han enterado ustedes? Es imposible que no; tan obsceno ha sido el espectáculo de la prensa de papel, digital y televisivo en España. Como papisa, heredó de Enrique VIII –"Cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra"– una estructura religiosa hecha a su medida. El otrora "defensor fidei" –según el papa León X– se decantó después por Lutero: Enrique quería divorciarse y Lutero, sacerdote católico, casarse; pero el papa de Roma, erre que erre con que ni lo uno ni lo otro.

También la prensa monárquica española se volcó con la realeza británica, pensando, quizá, que así contribuía a apuntalar una institución caduca y obsoleta –tal vez imprescindible, en cambio, por ahora en la política española–. Incluso una comunidad autónoma declaró tres días de luto oficial por la papisa. Y un cura católico elogiaba a la papisa en estas mismas páginas.

¿Nos hemos olvidado de lo que esta señora representaba para España? Sumariamente: el odio a todo lo hispano, la lucha contra los intereses españoles en Europa y América, los corsarios contra nuestra flota, la leyenda negra, la destrucción del legado español en muchos territorios americanos y, como colofón, el anacrónico mantenimiento de una colonia (Gibraltar) –corrupto paraíso fiscal– en suelo español, vestigio del vergonzoso Tratado de Utrech de 1713: los ingleses vinieron, entonces como siempre, a "ayudar".

¡Nada menos que diez días de exequias fúnebres para la papisa!, organizadas por su sucesor, el felizmente apenado Carlos. ¿Por qué tanto boato y tan dilatada pompa? El heredero de la papisa había oído hablar de un tal Sísifo, el de las mil astucias, y sabía que su madre no era menos astuta y decidida que él. Y aquel consiguió, con uno de sus hábiles manejos, volver a la vida después de muerto.

Para los antiguos griegos eran muy importantes las exequias fúnebres, porque permitían a los finados descansar en el mundo de ultratumba; si no se les rendía este tributo, el espíritu del muerto atormentaba sin tregua a sus deudos hasta que se le rindieran las honras fúnebres debidas. Bien conocidos son (Homero, Ilíada XXIII) los fastuosos funerales de Patroclo, escudero e íntimo de Aquiles, en los que tuvieron lugar durante varios días todo tipo de juegos fúnebres en su honor; en ellos participaron todos los héroes griegos ante Troya. En un momento dado, se aparece a Aquiles el alma de Patroclo, aún no enterrado ni homenajeado, y le suplica: "Entiérrame cuanto antes, que quiero cruzar las puertas de Hades, pues las almas, sombras de los muertos, me mantienen lejos de sí y no me permiten unirme a ellas al otro lado del río; así, ando errabundo ante la mansión de Hades de anchas puertas".

Pues bien, el pillín de Sísifo convenció, moribundo, a su mujer para que no le tributara honras fúnebres tras su muerte. Llegado al infierno, se quejó de la impiedad de su mujer y obtuvo de Hades, dios del inframundo, volver al mundo de los vivos –que era precisamente lo que él quería– con el pretexto de castigar a su mujer y obligarla a cumplir con sus deberes fúnebres. Pero, una vez aquí, Sísifo se negó a volver, y tuvo de nuevo otra larga vida. ¡Se explican tantas precauciones funerarias de Carlos, lleno de "sisífico" terror, con su madre!

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