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Jesús Arango

El desconcierto fiscal

La cuestión de fondo en la batalla entre las autonomías sobre los impuestos tiene profundas implicaciones

Cuando estamos ante una situación de crisis y de incertidumbre creciente, en un país con una presión fiscal muy por debajo de la media de los países europeos más desarrollados, la derecha española –en boca del máximo dirigente del Partido Popular– nos sorprende con la grosería de que el Gobierno se está "forrando" con el aumento de la recaudación de impuestos derivada de la inflación. Afirmaciones de este tenor solo sirven para deteriorar la confianza de los ciudadanos en las instituciones, pues estas declaraciones más bien parecen sugerir que el Gobierno de la Nación –y su presidente a la cabeza– operan al margen de la legislación propia de un Estado de derecho, y que el dinero de esa mayor recaudación se va a repartir discrecionalmente en "sobres", obviando que existen unos presupuestos generales del Estado cuya ejecución está sometida a una normativa jurídica y controlada por el cuerpo de interventores.

A este respecto, hay que tener en cuenta que un crecimiento de la inflación altera las dos partes del presupuesto. Pues si bien el alza de precios hace aumentar los ingresos impositivos ligados al consumo –el más importante es el IVA–, también el incremento de aquéllos genera un aumento de las partidas tanto del gasto público corriente como de la inversión que realizan las distintas administraciones. La revisión de precios que se ha tenido que realizar con el proyecto de ampliación del hospital de Cabueñes en Gijón, o las reiteradas demandas de la patronal de la construcción para que se revisen al alza los contratos públicos, son dos ejemplos del impacto que está teniendo la inflación en los gastos presupuestarios. Así pues, la afirmación del Partido Popular de que el Gobierno se está forrando a costa de los ciudadanos por una mayor recaudación fiscal, además de populista es totalmente falsa ya que ignora el impacto que las subidas de precios tienen, asimismo, en los gastos públicos. Proponer que se devuelva esa mayor recaudación –bajo la monserga de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos, lo que pone en solfa la validez de los mecanismos de redistribución de la renta, así como una crítica implícita a la existencia de los impuestos– significa querer "atar de pies y manos" al Gobierno para que no pueda financiar nuevas medidas que hagan frente a los efectos negativos de la crisis sobre los colectivos más desfavorecidos, además de que ello generará un mayor déficit público.

El debate fiscal no es una cuestión técnica –sí su diseño concreto–, muy por el contrario, se trata de un asunto de la máxima importancia política, pues en su concreción subyace el modelo de sociedad que defiende cada opción política. Claro que si la discusión en este campo, ante una subida de impuestos a la minoría de españoles que tienen elevados patrimonios, lleva a decir que "hay algunos que parece que creen que gobernar es acabar con los ricos. Hombre, acabe usted con los pobres, hágalos ricos", tal como sentenció el expresidente Rajoy en La Toja. Con tal afirmación se está negando la validez del principio de la progresividad fiscal como mecanismo de redistribución de la renta y lleva a propuestas neoliberales como que "la mejor política social es la creación de empleo", que ignoran que el crecimiento de las últimas décadas ha generado una creciente desigualdad económica: crece cada vez más el número de millonarios y la libertad plena de los movimientos de capitales aprobada en los noventa ha facilitado la movilidad de los mismos, su ocultación en paraísos fiscales y en definitiva una mayor capacidad para ejercer la elusión fiscal.

Cuando uno de los mayores problemas para avanzar en la integración europea es la ausencia de un proceso de armonización fiscal que evite la competencia desleal entre países –el reducido tipo impositivo que grava a las empresas en Irlanda es el ejemplo más conocido–, en España caminamos en la dirección contraria. La divergencia fiscal territorial que comenzó durante la Transición con la aprobación de los regímenes forales del País Vasco y Navarra, que después se ha ido ampliando en las comunidades autónomas de régimen común con deducciones y desgravaciones de todo tipo, ha experimentado durante estas últimas semanas una aceleración explosiva que comenzó con la eliminación del impuesto del patrimonio en Andalucía, le siguieron las rebajas en el IRPF para las rentas de menos de 60.000 euros propuestas por el gobierno valenciano, la deflación en los tramos de la tarifa autonómica en Galicia, y una avalancha de anuncios de rebajas de todo tipo en otras regiones. Por cierto, muchas de estas comunidades autónomas que proponen bajar los impuestos, claman a su vez –en un alarde de incoherencia– por un aumento de fondos estatales para financiar sus competencias. La demanda de 1.000 millones de euros a la administración central por parte del gobierno andaluz para combatir la sequía es el ejemplo más reciente.

Ante este festival de rebajas autonómicas, el Gobierno de la Nación ha salido a escena aprobando un paquete de medidas que pretenden neutralizar este creciente dumping fiscal interregional. Sin entrar a valorar el contenido de estas medidas –cada cual está en su derecho de hacerlo en función de sus preferencias políticas–, lo que verdaderamente está en el trasfondo de esta cuestión es si España es la resultante de 17 variantes fiscales autonómicas, o bien si se debe afrontar el reto del diseño de un sistema fiscal con mayor progresividad que genere los recursos suficientes para financiar un mejor Estado de bienestar. En este sentido, cabe señalar que según el Sistema Europeo de Estadísticas Integradas de Protección Social (SEEPROS), España figura a la cola de los países que conformaban la Unión Europea antes de la ampliación al Este en lo que se refiere al porcentaje de gasto social con respecto al Producto Interior Bruto (PIB).

En medio de este guirigay de subastas, la posición del gobierno asturiano de no tocar los impuestos a nivel regional y de recurrir únicamente a deducciones para colectivos específicos en el marco de determinadas medidas para luchar contra el despoblamiento y el fomento de la natalidad, ayudas al alquiler de vivienda, o de favorecer la actividad económica en ciertos territorios, parece coherente con la defensa de un sistema fiscal nacional con mayores niveles de progresividad frente a un conglomerado de reinos de taifas fiscales que nos harán más desiguales y que nos alejan de la senda de armonización fiscal europea

Frente a las propuestas de rebajas impositivas en una situación de crisis económica como la que vivimos, que son defendidas por la derecha española, tanto a nivel nacional como autonómico, y que avalan algunos de mis colegas (que obstinadamente siguen defendiendo las recomendaciones derivadas de la curva de Laffer, a pesar de que se ha demostrado que son erróneas), cabe recordar las enseñanzas de la historia: el New Deal que puso en marcha Franklin Delano Roosevelt para combatir la Gran Depresión de 1929 se acompañó de sucesivas subidas de impuestos que llegaron a establecer tipos de gravamen del 90 por ciento en las rentas más altas. Ello fue la base de la creación de una sociedad norteamericana de clases medias que perduró durante décadas y que se acabó con las contrarreformas fiscales que comenzaron con Ronald Reagan y que han generado crecientes cotas de desigualdad económica y social en los Estados Unidos.

No deberíamos olvidar que los impuestos son el jarabe de sabor amargo que debemos tomar –algunos precisan de más dosis que otros– para poder vivir en una sociedad que practique la justicia social y combata la pobreza, puesto que sin ellos, "cuando todo sea privado, estaremos privados de todo".

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