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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Trabajar ¿para qué?

El empleo se considera una maldición y no una parte esencial del desarrollo humano

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con vivir sin trabajar? Los creativos publicitarios lo saben y se multiplican los anuncios que ofrecen un salario de por vida como el mayor premio posible. Nos cautivan con una vida llena de ocio –cruceros, playas paradisíacas, tirarse a la bartola– y la posibilidad de un perpetuo dolce far niente. La resistencia numantina a elevar la edad de jubilación –pese al considerable aumento de la esperanza de vida– o la reivindicación de la semana laboral de cuatro días son muestras de ese repudio. La consideración como una maldición bíblica –"ganarás el pan con el sudor de tu frente"– se impone a la vez que se distingue entre trabajar y vivir, como si fueran actividades disociables.

Conceptos como la satisfacción por la obra bien hecha, el trabajo ennoblece, la realización personal o el trabajo como contribución individual a la sociedad a la que pertenecemos se consideran hoy ideas retrógradas, creencias religiosas rancias cuando no propaganda capitalista para mantenernos esclavizados.

Han caído en desuso ideas como la del propio Marx que consideraba el trabajo "el motor que mueve la Historia, más que la guerra y los ideales". O de Tolstoi, para quien la condición esencial de la felicidad del ser humano es el trabajo. O de Rousseau, quien tachaba de "bribón" al ciudadano ocioso, porque "trabajar es un deber indispensable al hombre social". Y no digamos ya para Pascal que pedía que "cuando alguien se queje de su trabajo, que lo pongan a no hacer nada".

Hoy el trabajo tiene mala prensa. Se considera el trabajo una forma de embrutecimiento, una carga que nos impide dedicarnos con plenitud al ocio, una sustracción de lo que hemos llamado "tiempo de calidad" para dedicarlo a nosotros mismos, en detrimento del "tiempo basura" que, por necesidades alimenticias, nos vemos obligados a emplear en beneficio de una empresa.

No hace tanto soñábamos con un mundo en el que las máquinas harían los trabajos duros y nos permitirían dedicarnos por completo a nosotros mismos. Ese mundo está llegando y, en efecto, las máquinas hacen parte de nuestro trabajo, pero a costa de dejarnos en el paro y quitarnos nuestra fuente de ingresos. Véanse las regulaciones de empleo masivas en la industria, en la banca o en la propia prensa.

Conceptos bien vistos hace unas pocas décadas como la entrega o la dedicación plena se han convertido hoy en causa de trastornos psicológicos o adicciones como el "workalcoholism". Ya no está bien visto el empleado que trabaja más sino el que trabaja más rápido. El primer trabajo de un hijo, que era un motivo de celebración en una familia, es hoy motivo de duelo porque "se acabó lo bueno". Los norteamericanos incluso tenían por costumbre –no sé si la mantendrán– enmarcar el primer dólar que habían ganado con su esfuerzo.

"Cuando la gente tiene un empleo precario, escasamente pagado, escasamente valorado, lleva a que se cuestione para qué trabaja". Es la explicación que ofrece M.ª Luz Rodríguez, catedrática de Derecho del Trabajo y ex directora general de Empleo. No hay duda que la nueva sociedad digital ha dado lugar a muchos empleos precarios: repartidores, teleoperadores, limpiadores, empleadas de hogar, guardias de seguridad… Y que no todo el mundo tiene la fortuna de trabajar en lo que le gusta. Lo que hasta hace bien poco se conocía como trabajo vocacional.

Hablar en términos tan denigrantes –empleos basura, ocupaciones precarias– ha llevado a un desprestigio de conceptos positivos y valiosos como lo son el trabajo y por ende la cultura del esfuerzo. Luego nos extrañamos de que uno de cada cinco jóvenes españoles de entre 18 y 24 años de edad ni estudia ni trabaja, como acaba de confirmar la OCDE. ¿Por qué será?

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