Superar una dificultad requiere reconocerla, nunca soslayarla, y dar pie a la acción. El pasado lunes celebramos el Día Mundial de la Salud Mental, un buen pretexto para cumplir desde Asturias con el primero de los objetivos, la concienciación, aunque la región todavía figura muy lejos de avanzar en el segundo, los remedios, por la tibia respuesta a las demandas. Psiquiatras, psicólogos y especialistas coinciden en un diagnóstico: la insuficiencia de la actual red sanitaria pública para detectar a tiempo las patologías psíquicas y ofrecer con rapidez el tratamiento adecuado. La carencia viene de lejos, aunque el modo de vida actual, la exigencia permanente de bienestar, acabó por acentuarla. Esto no se arregla únicamente con la incorporación de una treintena de profesionales específicos de aquí a 2030. 

Asturias lidera el consumo de psicofármacos en España. Cuatro de cada diez mujeres y dos de cada diez hombres toman antidepresivos, ansiolíticos y sedantes con regularidad. Los niveles han subido un 11%, con una tan llamativa como preocupante afectación a la franja entre los 15 y los 29 años. Casi un tercio de las consultas en atención primaria responde a cuestiones psicológicas. La región encabeza además la tasa de suicidios. Aún lejos, cierto, de los países a la vanguardia del desarrollo. La riqueza no garantiza la tranquilidad. No hay que tomar la comparativa como un consuelo que otorga margen para demorar propuestas, sino como un grito de socorro para atajar con anticipación la causa de muerte no natural de mayor incidencia. El doble que los accidentes de tráfico. La situación adquiere tintes dramáticos al constatar que se han disparado los ingresos de adolescentes en el HUCA por autolesiones y tendencias suicidas.

¿Nos estamos volviendo locos? Qué va. Un contexto de incertidumbre y miedo, como la traumática experiencia del covid y las inseguridades sobrevenidas con posterioridad –guerra, crisis...–, saca a la luz obsesiones, dificultades en las relaciones y daños de la soledad que permanecían larvados. Son la consecuencia de un mundo hedonista, que sitúa la felicidad y el éxito como referentes. Que encumbra el narcisismo y la autoestima vacua. Que culpabiliza al prójimo de la desazón y halla en el victimismo la excusa perfecta. Las redes elevan y distorsionan hasta el paroxismo estos valores, desorientando en especial a las nuevas generaciones.

Contra estos síntomas no se inventaron pastillas mágicas. La sociedad contemporánea rinde culto al cuerpo. No así a la mente. Cualquier ciudadano sabe de la inconveniencia de alcohol, tabaco, azúcar o grasas. Y acepta la importancia de una ingesta equilibrada, combinada con el ejercicio moderado, como fórmula personal para prevenir dolencias. No tiene tan asumido a quién recurrir con efectividad cuando flaquea el espíritu, o cómo dejarse ayudar en periodos de transitoria desarmonía.

A casi nadie le da reparo reconocer que rompió una pierna o superó una complicación gástrica. Hasta puede recrearse con lujo de detalles en la suerte de contarlo. Para casi todos admitir una debilidad anímica supone un quebranto insuperable. La salud mental resulta tan importante como la física. Mantener una zona de oscuridad solo agrava el problema.

Reinterpretemos el aserto clásico: para un cuerpo sano, antes una mente sana. No lo percibe así el conjunto del sistema, que conciencia desde la infancia a la madurez de los hábitos corporales pero obvia las atenciones emocionales y no rompe con el estigma. Por ahí debería empezar cualquier plan integral. Urge tanto el dinero de las administraciones como un cambio profundo de mentalidad. Una solución de verdad implica a cada individuo, y su capacidad de resiliencia para sobreponerse a las perturbaciones. También a las familias, que tampoco en esto, la tolerancia al malestar, pueden delegar la misión de educar. Sobreproteger a un ser querido no contribuye a su crecimiento: le debilita y le vuelve vulnerable, porque cercena el desarrollo de las herramientas propias para aprender a gestionar sus sentimientos.

La vida a veces angustia. Cualquier actividad conlleva estrés. Trabajar o estudiar siempre fue duro. La tristeza no entraña depresión, ni el nerviosismo, ansiedad. No hay otro secreto para superar un revés que levantarse con la frustración a cuestas. Una pérdida se sobrelleva llorando. Cosas obvias que en el siglo del confort parecen olvidarse hasta desembocar hundidos ante un médico. Desatar este nudo gordiano obliga a acabar con la confusión y a discernir los casos de enfermedad del sufrimiento cotidiano, incluso de la picaresca.

A una realidad tan compleja conviene mirarla ya de frente. Día a día, no cuando toque la siguiente efeméride. Y con un protocolo distinto, porque ejecutando lo mismo no cabe esperar un desenlace diferente. Al gigantesco desafío de saldar una lista de espera desbocada y unos costes sanitarios que descuadran las cuentas, el Principado suma ahora el de responder a la eclosión de necesidades psíquicas de los asturianos. Atenderlas exige un esfuerzo extra en prevención. Otra pandemia silenciosa para demostrar coraje y decisión.