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LNE FRANCISO GARCIA

Visita (no guiada) al Bellas Artes

Todos los asturianos deberían visitar al menos una vez a lo largo de su vida el Museo de Bellas Artes, una joya imprevisible que en el corazón del Oviedo antiguo e histórico alberga magníficas colecciones pictóricas, tan valiosas como sorprendentes. Un toledano de Illescas no puede sustraerse a la maravillosa ocasión de sumergirse en la sala dedicada a El Greco, donde perviven los retratos de los apóstoles (o no, pues San Pablo no militó en el elenco de los doce elegidos primigenios y ahí está, en el mejor lienzo, sin duda, de ese reducido santoral). Quien de niño contempló la primera vez, boquiabierto, con las monjas, las cinco primorosas obras del pintor griego afincado en Toledo que se conservan en el santuario illescano de Nuestra Señora de la Caridad, podría pasar horas y horas, extasiado, en el recinto ovetense reservado a uno de los pintores más sorprendentes de la historia del arte. Y así ocurrió la pasada semana. Y como tal sucedió se cuenta.

En “Peribáñez y el comendador de Ocaña” (otra localidad toledana, por cierto), Lope de Vega, contemporáneo de El Greco, proclama en boca del protagonista su aversión al retrato, que asimila a figuras fantasmales y por ello detesta. Obviamente, el pintor cretense no pudo retratar a los apóstoles, que le precedieron siglos antes, de manera que esos seres fantasmagóricos que dibuja, de dedos alargados, miradas ausentes, arquitecturas óseas manieristas y alegóricas, retorcidas y flameantes, son producto de su peculiar imaginario. Esos rostros afilados del colorista audaz son en ocasiones idénticos a los que quien esto escribe de niño contempló en la iglesia de su pueblo, en la imagen de San Ildefonso; en la catedral de Toledo o en Santo Tomé, en el inenarrable lienzo que representa el entierro del conde de Orgaz. Esos rostros, en su versión idealizada, los vimos en pastores y labriegos pero también en hacendados de la niñez. Porque el Greco retrató con maestría el alma castellana.

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