Que no le tosa nadie

Francisco García

Francisco García

Con los primeros fríos llegan los catarros, y con cada estornudo en público, una mirada requisitoria, cuando no una admonición: “Tosa usted para otro lado, que a mí no me tose nadie”. Escapamos de la pandemia todos más dóciles, como si después de dos años de mascarilla borrándonos la sonrisa permaneciera en la boca de cada uno un imaginario bozal. Tras meses y meses de un permanente mírame y no me toques, nos ha quedado incluso un pavor terrible a que nos tosan a la cara. Haga la prueba, dilecto lector, estornude usted en el supermercado, en el autobús o en la oficina y verá como en los rostros más cercanos se dibuja de inmediato una mueca de pánico vírico, un rictus a caballo entre el pavor y la repulsa. Si toso y me miran mal, se me cae el asma al suelo.

Desde la pandemia, toser se ha convertido en un ejercicio privado, en un acto íntimo cada vez más ligero de esputos y decibelios. No se le ocurra hacer exhibición pública de un tosido persistente porque siempre aparecerá un propio -o propia- que se lo eche en cara, sin respeto alguno a la presunción de inocencia tosferina. ¿Cómo puede haber gente que en este otoño se tome una expectoración tan a pecho?

Si es su caso, lector amigo, el de quien en estos días de resfriado persistente tose y moquea, haga oídos sordos a las miradas críticas, suba el volumen de su aparato respiratorio y agite el clínex en gesto de saludo amistoso. Y por lo que más quiera, no se altere ni se enfade, que no le tensen los inquisidores del mal ajeno las cuerdas vocales. Que no acabe una disputa vírica en una tensa administración de jarabe de palo. Y si habita usted en Gijón, hágase un plan de vías respiratorias. Que no le destape nadie el (ca)tarro de las esencias.

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