El kiosco de Carlota

Un recuerdo afectuoso de un tiempo, un espacio y unas gentes

Antonio Trevín

Antonio Trevín

Mi madre tuvo un kiosco. En Gijón. En la calle Brasil. El kiosco Carlota. Lo abrió en 1971. Fue, para mí, una gran escuela política.

En él aprendí el sentido profundo de la solidaridad. Recuerdo a una mujer que entró el primer día preguntando qué vendíamos, para elegir qué comprar, "porque hay que ayudar a quien empieza", dijo. Solo teníamos comida Nido para pájaros, heredada del anterior titular, y prensa. Compró un periódico y nos deseó suerte. Paulatinamente, mi madre amplió su oferta con chuches, juguetes, cómics, revistas, más periódicos y tabaco. También el "americano" del Musel.

Por dicho puerto entraba, regularmente, todo tipo de mercancías. Y salían. No solo legalmente. El reparto "informal" de tabaco americano, carbón, pequeños electrodomésticos, licores o alimentos, era usual en la Calzada. Y explica cómo pudieron mantener un mínimo de dignidad bastantes familias. El Musel era un recurso económico del que se obtenían beneficios muy variados. Había, incluso, quien complementaba el maltrecho salario familiar recogiendo carbón y/o maíz en los bordes de la carretera o de la vía férrea.

Y en ese escenario gris explotó la libertad. El "hecho biológico" acabó con el dictador en 1975 y la Transición democrática dio color a nuestras vidas. La libertad de prensa conllevó un boom de revistas y periódicos. Unos con verdadera e interesante información; otros con cotilleos y destape. Mi madre se convirtió en una auténtica propagandista de "El País" desde su primer número. A mi hermano Miguel y a mí nos interesó más el boom del cómic. Si nos entusiasmaban las "Hazañas Bélicas" de Boixcar y "El Capitán Trueno" de Víctor Mora, imagínese lo que fue acceder a "1984", puntera novela gráfica –como llaman ahora a los cómics– o a "La Balada del Mar Salado", protagonizada por Corto Maltés, del gran Hugo Pratt.

Años apasionantes para España, pero no siempre fáciles para mi madre, ya viuda, regentando un kiosco. Jornadas de 16 horas; largos y madrugadores itinerarios por talleres periodísticos y distribuidoras para recoger revistas y diarios; caminatas desde La Calzada a Gijón y vuelta, a pie, a la calle Brasil acarreándolas; y hasta algún atraco en años de plomo y heroína: "¡Pobres!, yo creo que eran conocidos y la pistola seguro que no era de verdad", repetiría muchas veces después. El susto, no obstante, fue de aúpa. El único cliente que en aquel momento la acompañaba, un niño del barrio, por miedo, no volvió a entrar en el kiosco.

Las familias de la calle Brasil, las casas de la Renfe y del Nuevo Jove la acompañaron el resto de su vida. Sobre todo, los que siendo niños encontraron en su kiosco respuesta a sus ilusiones, o un lugar caliente para refugiarse en invierno, mientras sus madres trabajaban. Y no solo ellos. Unos obreros, que diariamente iban en autobús desde Gijón a Ensidesa, repararon en ella un crudo día de invierno. Iba andando por el Natahoyo con su carro, abrigo y bufanda, hacia la calle Brasil para abrir el kiosco. Alguien la reconoció, convenció al conductor y con el beneplácito de los demás pararon y la llevaron hasta el barrio. No fue la única vez que lo hicieron.

Y hasta aquí hemos llegado, querido lector. Después de cinco años de periódicos artículos en esta LA NUEVA ESPAÑA, debo decirle ¡hasta luego! Quise hacerlo recordando un tiempo –nuestra Transición–, un espacio –La Calzada, Nuevo Jove y la calle Brasil– y a una de las personas que más admiré, mi madre. Tres elementos que contribuyeron decididamente a mi especial relación con la prensa.

Mis obligaciones con la política llanisca aumentan paulatinamente. Y como decía mi amigo Pancho, de Vidiago, "los cargos implican cargas y aunque hay gente que quiere los primeros sin aceptar las segundas, eso no es posible". Renunciar a estos artículos durante un tiempo es la carga que implica mi nuevo cargo.

Indro Montanelli, maestro de periodistas e historiadores, decía que gobernar a los italianos no es que sea difícil, sino que es inútil. Yo aspiro a gobernar a los llaniscos. Sé que no es fácil, pero me empeñaré en que deje de ser inútil.

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