Contraseñas

La historia de las restringidas claves de acceso de militares y espías hasta su proliferación en la era digital para convertirse en nueva atroz dictadura

Francisco Sosa Wagner

Francisco Sosa Wagner

En la vida civil ordinaria hemos vivido tan tranquilos años y años porque desconocíamos la contraseña.

Se usaba en la mili, cuando hacíamos guardia con un mosquetón de la guerra de Cuba, y la pedíamos a quien pretendía entrar en el cuartel.

–La contraseña–, decíamos con la voz castrense y castrada por las noches frías en la intemperie de la garita.

–"Mañana es San Esteban"–.

Y dejábamos el paso franco.

Aunque la contraseña más emocionante era la que se usaba en el mundo de esa diplomacia misteriosa que es el espionaje. Un código secreto, unas palabras esotéricas o mágicas servían para tener acceso a los arcanos de las intenciones y los planes del enemigo. Por la contraseña, el espía descubría dónde estaban los barcos más acorazados y los aviones de mejores bombas y de mayores quejidos dramáticos.

Estoy usando uno de los pretéritos que ofrece la gramática, pero me imagino que la vida de los espías seguirá inserta entre la contraseña y el contraluz que tan habitual es en esos espacios tenebrosos, escenarios de los afanes del espía de leyenda.

Con todo ello, quiero decir que la contraseña es para el militar o el espía una palabra fluorescente que tiene algo de amuleto, en cualquier caso estos seres viven en torno a la contraseña como el dispéptico vive en torno al bicarbonato o sus sucedáneos.

El mayor éxito de la contraseña hubiera sido crear una para entrar en el cementerio.

–La contraseña, por favor–, diría el sepulturero a quien llega con la pretensión de instalarse en una tumba.

–No la recuerdo–, contestaría el muerto pues, si por algo tiene prestigio la muerte, es porque nos permite olvidarlo todo.

Pero no ha sido así. Por el contrario, la contraseña, en nuestra época digital, multimedia, cibernética y virtual, se ha desparramado y, escapada de sus espacios tradicionales, ha decidido amargarnos la vida.

Ha sido una salida a campo abierto, con maneras imperiosas e imperiales, sin dejar resquicio donde poder refugiarse de su nueva y atroz dictadura.

Ajenos hasta hace cuatro días a ella, hoy la necesitamos para acceder a la cuenta corriente, leer el periódico, sacar un billete de tren, aparcar el coche... Incluso, para generarlas de forma automática, también necesitamos una contraseña.

El problema es cómo recordarlas. He ahí el busilis pues los brujos modernos aconsejan que no se almacenen a la vista ya que, si eso ocurre, la contraseña pierde todo su enigmático encanto: una contraseña que es de fácil acceso es como una mujer ligera (o un hombre, que nadie se me alborote). Pierden la malicia y el misterio.

La contraseña tiene que alojarse, para ser efectiva, en la memoria.

De donde se sigue que todo el esfuerzo hecho por los pedagogos para descartar esta facultad de tanto prestigio en el pasado reaccionario, se ha revelado inútil ya que, expulsada del bachillerato y de los exámenes de anatomía en la Facultad, renace con un esplendor amenazador por arraigado e impertinente.

Se me calificará de antiguo y desajustado, pero era preferible aprenderse la lista de los reyes godos.

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