El lugar de la Navidad en el firmamento

Josefina Velasco Rozado

Josefina Velasco Rozado

Se agotan los días con mayor carga simbólica y económica del año. Entre ellos, como siempre, al caer la última hoja del calendario se hace balance de lo que fueron los del que se fue y de lo que debieron haber sido. Se emborrona el diario con los incumplimientos y se hacen propósitos de enmienda. El Año Nuevo y la Nochevieja que lo introduce son un rito de paso aceptado mundialmente. Todo el tiempo de Navidad, desde el solsticio de invierno (esta vez el 21 de diciembre) a la Epifanía, el 6 de enero, concentra el mayor número de rituales festivos en nuestro territorio cultural católico, superando el otro gran episodio solar, el solsticio de verano, tan celebrado.

El solsticio de invierno es un punto de inflexión en el calendario independientemente de cual sea este o de la religión que se profese y lo haya interpretado según sus mitos respectivos. La vida humana se rige a golpe de sucesión astronómica porque marcan los astros en su caminar por la esfera celeste el devenir del ciclo vital humano, en particular el sol y nuestro satélite, la luna, pero también la muy servicial estrella polar al frente de las otras constelaciones. Desde allá arriba hasta aquí abajo, los astros, pese a la "contaminación lumínica" no son solo cosa de friquis o de profesionales, siguen siendo fundamentales, nos influyen realmente y explican de paso nuestra historia.

Entre los grupos primitivos de cazadores y recolectores la esfera celeste en su eterna cadencia señalaba los ritmos de la caza y la fecundidad. A ras de suelo las cosas cambiaban demasiado; el firmamento era eso, firme. El sol, con sus solsticios y equinoccios fijaba las estaciones y la luna en sus fases servía de contador en la fertilidad o las mareas, en tanto que la siempre presente estrella polar ejercía de norte, brújula permanente en los desplazamientos. Las sociedades agrícolas neolíticas tuvieron que estudiar y sistematizar este conocimiento para organizarse económica y socialmente, para planificar sus cultivos. Las civilizaciones hidráulicas del Nilo o de Mesopotamia construyeron todo un universo de convenciones coordinando sus creencias y dioses en dependencia directa de la astronomía. El techo celeste era al final la casa del hombre.

Con las observaciones anotadas y el saber de milenios se fueron perfeccionando los cómputos del tiempo, de las cosechas y de la vida social de los pueblos e imperios ya fuertemente jerarquizados. Deudores de la imperial Roma, diciembre, mes décimo del calendario romano (que de ahí le viene el nombre) es duodécimo y final del nuestro, cumpliendo al llegar al día 31 el periodo anual. Inaugura el año el dios de las dos caras, Jano (enero) el que mira al pasado y al futuro. Llegados a este punto, la fiesta de Año Nuevo representa el perpetuo comienzo. En todas las épocas y en todas las culturas el fin temporal se celebra con excesos trasmutando los valores y roles sociales; de ahí los disfraces, los adornos, el algo nuevo y algo viejo, el rico pobre y el pobre rico. Sucedía en las ceremonias primitivas, en las saturnales romanas y en las festividades cristianas. En todos los casos los astros del firmamento determinaron la vida de los grupos humanos, la fecundidad, los tiempos de los cultivos, la diversidad de los animales y la instalación de los asentamientos; desde los poblados a los imperios levantados allí donde había productos para conservar y vivir, fueran estos maíz (América), trigo (en Oriente Medio, entre el Nilo y el Tigris y Eufrates) o arroz (Asia).

Cierto que de ese principio general a la actualidad casi todo ha cambiado. Ahora, el hombre urbanita no se guía por el camino del sol en el día o por la posición de las estrellas en la noche. Su guía es producto de los artificios del desarrollo científico técnico y de la astronomía: los mapas, los GPS, los relojes. La vida actual, más en los países desarrollados, desvincula la relación trabajo / descanso con la del día / noche. "Hace muchos años, siglos, que el cielo no es un marco de referencia para la orientación espacial ni temporal de los sapiens". Sin embargo preocupa la ruptura del equilibrio existente en los procesos de la naturaleza que está alterando los ecosistemas. Por eso "en el siglo XXI la naturaleza, especialmente la vida vegetal y animal, aparecen como símbolos sacralizados. De ahí la fuerza de los movimientos ecologistas".

El solsticio invernal es la noche más larga del día más corto en este nuestro espacio terrestre del hemisferio norte prepotente. Y, herederos de las tradiciones prehistóricas, señalamos hitos y confeccionamos rituales entorno a ellos. Poco después del solsticio (sol quieto) de invierno las noches empiezan lentamente a menguar y renace el poder vivificante del sol. Coincide con el Nacimiento que señala la Navidad en la Nochebuena de nuestra querencia religiosa tan influyente. Tardó la Iglesia, poder y fe, en fijar la fecha del Nacimiento del Redentor, pero ¿qué otro momento iba a elegir sino este tan simbólico y determinante del "sol invicto" sobre la oscuridad? Si la "historia nació en Sumer" el niño Jesús cerca, donde surgieron dioses y profetas de pueblos agrícolas dependientes de lo que señalaban los cielos. Él se presentó como pobre libertador de los pobres que se alzarían sobre los poderes dominantes. Es Niño Dios del pesebre ante el que se arrodillan los sabios cuando ya el día se afianzaba, transformados en los Tres Reyes Magos de Oriente, guiados por una estrella en el firmamento que todo lo preside y ellos, los magos astrólogos, lo sabían.

En el relato de la Navidad hubo un largo camino desde los belenes vivientes franciscanos medievales a las maravillosas creaciones artísticas de los belenes napolitanos del iluminado Siglo de las Luces. Por resumir, la celebración de la Navidad, entre el Nacimiento de Jesús, la noche del 24 de diciembre, hasta la Adoración de los Magos, 6 de enero, es tal vez el festejo planetario más popular, el más cantado, poetizado, representado, esculpido y pintado del mundo. Hasta el árbol navideño y sus bolas evocan el paraíso perdido de la primera pareja y su manzana tentadora; ni siquiera San Nicolás o Santa Claus, figuras eclesiásticas, son ajenos a la Navidad que ha integrado el abeto nórdico o el bonachón duende Papá Noël, en un sincretismo de lo pagano y lo cristiano. Aunque ni judíos, musulmanes, chinos o hindúes compartan la Navidad y otros (ortodoxos) alteren su momento, son pocos los Estados que prohíben su celebración; la mayoría la respetan. La religión es un blindaje que con anclaje celestial nos hace sentirnos protegidos y eternos.

Nuestro calendario, en el que se escriben, amparados en los astros, todos los mitos y ritos que cumplimos puntualmente, sigue teniendo algo de sagrado pues en él ciframos los proyectos para mantener la vida, anotando los anhelos, los deberes y los haberes. Nuestro afán de superación, los remordimientos por las malas acciones, la penitencia por los pecados van destinados a proveernos de un salvoconducto para la salvación, para ganar el cielo donde creemos que está todo lo bueno: la casa del hombre eterno; el infierno es el inframundo, ahí abajo. Y mientras el cielo nos aguarde cuidemos la Tierra, nuestra morada tan maltratada. Los cielos nos lo agradecerán. Que la magia de los Magos, último rito de la Navidad, abra un año de prosperidad.

[Choza, Jacinto (2018). «La Fiesta de Año Nuevo. Una interpretación». Revista de Antropología y Filosofía de lo sagrado, nº 4, pp. 9-24; Gómez Fernández, F.J. (1998). «El origen de la Navidad y sus tradiciones». El Basilisco, nº 23, pp. 69-72; Kelly, Joseph (2005), El origen de la Navidad. Bilbao: Ed. Mensajero, 150 p.]

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