Otro asesino que nos llegó del Este

Putin y la guerra de Ucrania

Juan de Lillo

Juan de Lillo

Desde que apareció en la escena política internacional me pareció un tipo inquietante: mirada gélida, sonrisa seca, pasos y contoneo totalitarios, y alma vacía. Y solamente él camina mientras quienes lo rodean permanecen en quietud sumisa y aplauso adulador pronto y unánime, porque el emperador laico de todas las Rusias no quiere a su vista algún díscolo o discrepante. Porque los discrepantes caen por las ventanas, aparecen con un pistoletazo o con las entrañas inundadas de pócimas exterminantes. Y, además, fue un distinguido miembro del KGB, aquel servicio secreto soviético implacable, que perseguía hasta la muerte o la Lubianka a todo sospechoso que levantara una sola palabra inadecuada y disonante.

Ese personaje inquietante, asesino silencioso, hace un año que se manifestó, sin tapujos, como un desalmado asesino, un imperialista implacable, fiel reflejo de la impresión que inspiraba su figura. Ocurrió cuando Europa creyó que las grandes guerras habían pasado a la historia y disfrutaba de un aceptable sosiego, Putin, es el otro dictador que llegó del Este y ordenó la invasión de Ucrania, el país vecino, soberano desde la caída del Muro, porque tenía la convicción de que le pertenecía, que podría anexionarlo con unos cañonazos y una semana de despliegue. Pero no. No fue una semana. Va a hacer un año que siguen los bombardeos, la destrucción de pueblos y ciudades, y la muerte de miles de ucranianos, niños, jóvenes, mujeres y mayores sin que el hombre del alma fría y la ambición imperial mostrara el menor gesto de compasión.

El pueblo ucraniano, orgulloso hasta la inmolación, no se rindió y se aplicó con fe a la defensa de su territorio y de sus vidas, porque su propia estima le impide someterse al afán dominador del dictador vecino, víctima de su ego, su soberbia y voluntad de dominio cruel e implacable. Y en ese afán arrastró a Europa y EEUU a una guerra pasiva de participación indirecta, porque se trata de su propia defensa, aunque no pudieran evitar el destrozo económico provocado por el conflicto. Y mientas, millones de desplazados huyen del terror y se acogen a la compasión de la conmovida Europa. Nadie hubiera creído hace un año que estábamos en vísperas de una catástrofe de esas dimensiones. Pero tampoco creía Europa que el intento de ocupación se prolongaría hasta donde hemos llegado, porque todos creímos que, efectivamente, a Putin le sobraba fuerza para hacerse con el territorio vecino en siete días.

El líder ex soviético es un hombre peligroso, para Rusia y para el mundo. Su ambición, sin oposición, porque la réplica ya saben los rusos a dónde conduce, corre pareja con la de otros grandes asesinos de la historia europea, como Lenin, Stalin y Hitler. Asesinos que dejaron un rastro de sangre y miseria. Y habíamos creído que había sido suficiente y que ya podríamos vivir en paz. Incluso llegamos a creer que la guerra fría había concluido con el desmoronamiento de la URSS y sus satélites. Pero no. No ocurrió, porque éste también nos llegó del Este, que es donde parece que tienen su madriguera los desalmados, que por donde pasan dejan el suelo sembrado de cadáveres, horror y miseria. Pues de nuevo ha caído la maldición sobre Europa, que parece ser el solar propicio para los grandes conflictos que conmovieron a la humanidad. Es una pesadilla, una bomba incendiaria de alcance imprevisible.

Y en el colmo del cinismo, después de tanta masacre y destrucción, dice que hace un alto en el bombardeo inmisericorde para que los rusos celebren, qué paradoja, su noche de paz. Una paz que ni él mismo respetó.

En estos tiempos de ambigüedades, hay que llamar a las cosas que ocurren por su nombre.

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