Benedicto XVI y los sacerdotes

La huella que dejó Ratzinger entre los curas

Juan Antonio Martínez Camino

Juan Antonio Martínez Camino

He tenido la suerte de haber podido participar estos días en dos solemnes funerales por el Papa Benedicto XVI. Primero, de modo previsto de antemano, en Roma, concelebrando con el Papa Francisco, cuatro o cinco cientos de obispos y una decena de miles de sacerdotes. Luego, por feliz coincidencia con algunas obligaciones familiares, aquí en Oviedo, donde concelebré con el señor Arzobispo, don Jesús, y varias decenas de presbíteros. En ambos casos, me ha llamado la atención el gran número de sacerdotes presentes, sobre todo en Roma. Tengo la impresión de que eran más que en el funeral por San Juan Pablo II, al que también tuve la gracia de asistir. ¿A qué se deberá esta notable circunstancia?

Sin duda Benedicto XVI fue muy querido por muchos sacerdotes, especialmente entre las últimas generaciones. Tal vez, por tres motivos concurrentes. El primero, el particular afecto y la preocupación que el mismo Papa mostró siempre por ellos. Tanto, que convocó un Año sacerdotal, en el que puso como modelo de pastor al santo cura de Ars, San Juan María Vianney. Se trataba de ayudar a los presbíteros a volver al corazón de su ser y de su servicio a la Iglesia y al mundo, al tiempo que de recordar a todos los fieles la hermosa e insustituible misión del sacerdote en el Pueblo de Dios. Era especialmente necesario, cuando la figura del presbítero sufre un lamentable deterioro ante la opinión pública y eclesial. Aquel año los sacerdotes acudieron a Roma en gran número y con gran ilusión a escuchar al Papa y a reencontrarse con el Maestro y con los hermanos.

En segundo lugar, Benedicto XVI ha dedicado expresamente a los sacerdotes y al sacerdocio muchos de sus mejores escritos. En las Obras completas" llenan dos gruesos volúmenes, que los editores han puesto bajo el título de "Servidores de vuestra alegría". Estoy seguro de que su lectura ha hecho mucho bien a muchos curas. A mí, por supuesto que sí. Ratzinger escribe con rigor intelectual y, al mismo tiempo, con unción espiritual. Esto se nota más, si cabe, cuando trata de la figura del sacerdote. Fue su propia vocación, ya de niño. De joven la mantuvo y la potenció en los difíciles tiempos de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra. Como profesor de Teología y como obispo acompañó a muchos jóvenes en su formación para el ministerio sacerdotal. Seguro que muchos de su jóvenes lectores estaban estos días en Roma y en Oviedo. Los curas, gracias a Dios, leen. También los mayores. Además, como Papa, cosechó buen número de nuevas vocaciones al sacerdocio en las tres Jornadas Mundiales de la Juventud que presidió, en Colonia, Sídney y Madrid.

En tercer lugar, hay que notar que, en el fondo del afecto y de la preocupación de Benedicto XVI por los sacerdotes, que le llevaron a escribir mucho sobre esos "servidores de la alegría" del Pueblo de Dios, hay una profunda convicción teológica que seguro no ha pasado inadvertida a tantos que han acudido a darle el último adiós en este mundo y seguro que también a otros muchos. Ratzinger creía de verdad en el sacerdocio católico. No en último lugar, a causa su gran aprecio de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre ministerio sacerdotal. Si la Iglesia es en Cristo como un sacramento del encuentro de los hombres con Dios y entre sí, según enseña el Concilio, su misión no es concebible sin esos hombres que hacen visible y audible a Cristo entre los pueblos. Ellos son los que dicen en lugar del Señor: "Esto es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi sangre". Sin sacerdotes no hay Iglesia. Es ciertamente la hora de los seglares. Pero los seglares son parte del Pueblo de Dios que, en cuanto Cuerpo de Cristo, es la Iglesia.

Suscríbete para seguir leyendo