Doña Amelia y los significantes confusos

"Progresista", un término que puede encerrar realidades terriblemente contradictorias

Xuan Xosé Sánchez Vicente

Xuan Xosé Sánchez Vicente

Doña Amelia Valcárcel, asturiana, filósofa y, según declaración propia, feminista ha realizado una acción singular y, al tiempo, valiente.

Doña Amelia, como otras muchas feministas, se ha manifestado reiteradamente contra la Ley "trans", que considera un disparate que entraña, en último término, y, contra lo que dicen sus promotores, un ataque a la misma identidad de la mujer y un retroceso en sus derechos reales. La razón profunda de ese disparate estaría basada en que el cambio registral de sexo no dependería del sexo físico real del transmutante, sino del sexo conceptual ("género") al que desease adscribirse, ya por necesidades emocionales profundas, ya por la mera voluntad; con tratamiento médico o no, con consultas a especialistas o no. Como señalan quienes se oponen a la Ley desde el ámbito de la izquierda y el feminismo, ello va a causar innúmeros problemas personales, colectivos y en los derechos generales de la mujer.

Doña Amelia, como otras muchas feministas históricas de izquierdas –la adscripción de doña Amelia al PSOE es antigua–, ha venido luchando contra el disparate y, según sus palabras, seguirá luchando. Lo excepcional, la noticia, lo singular, es que ha ido a decir lo mismo a unas jornadas que el PP organizó en el Congreso en torno a la Ley. Es más, ha afirmado –cito literalmente de LA NUEVA ESPAÑA–: "El PP debe hacer lo necesario para llevar a orden este asombroso despropósito de la Ley trans".

No hace falta subrayarles lo anómalo y singular de la postura de doña Amelia. En unos tiempos en que la política se caracteriza –más que en el pasado– por ahondar la división entre buenos y malos, en cavar trincheras cada vez más profundas entre unos y otros para evitar el contacto "con el enemigo" o la menor duda sobre su pertenencia al tenebroso campo del mal, la separación de las tesis de su Gobierno –como otras muchas feministas, por cierto– y el haber asistido a un acto organizado por el PP para intentar evitar en el futuro el mal mayor que encierra la Ley "trans", demuestra una actitud valiente, desprejuiciada, ante la que hay que posar la montera.

Pero la postura de doña Amelia y de tantas otras feministas que la acompañan nos llevan a platearnos otra cuestión: la del significado real de algunos conceptos, en especial los que se enmarcan en ese vagoroso ámbito que llamamos "ideologías". Con toda seguridad, la señora Valcárcel se calificará a sí misma como "progresista", del mismo modo que lo hacen los "motorinos" de dicha la Ley, y el Gobierno y los partidos que la suscriben. Ahora bien, ¿cómo puede ser progresista lo que causa daños al individuo y se los resta al colectivo femenino, aun pretendiendo lo contrario? ¿O una ley, la del "Sísí", que rebaja penas a delincuentes o los libera? Y, sobre todo, ¿cómo puede ser progresista no modificar la norma en vista de sus efectos negativos, solo porque se entiende que produce más daño en el voto el reconocimiento del error que la corrección del daño? Y más allá, ¿cómo puede serlo estimar como un bien las dictaduras comunistas y predicar sistemas semejantes para nuestras democracias?

Según se advierte, el término "progresista" es un término confuso, en que se pueden encerrar realidades contradictorias, terriblemente contradictorias a veces, y cuyo único significado real no es su designación concreta (como lo es la de "sartén" o "círculo", por ejemplo), sino las connotaciones emocionales de que recubran el término quienes lo emiten como propio o quienes lo utilizan para motejar a otros.

"¿Qué es progresismo? –podría formular el progresista al modo de don Gustavo Adolfo–, dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul (perdonemos a don Gustavo el lapsus pupilesco), ¡Qué es progresismo? ¿Y tú me lo preguntas? Progresismo soy yo".

Y es que ese es su significado fundamental, su carácter proclamativo, que para quien lo enuncia y para sus feligreses conlleva en constelación indefinidas e innumerables connotaciones y emociones positivas.

No en vano sentenció Hjelmslev: "El que quiera ser dictador haría bien en aprender semántica". No hace falta ser tan drásticos. Bastaría con decir: "El que quiera arrasar en política haría bien en aprender semántica". En utilizar "divinas palabras" para los suyos; "execraciones como látigos" para "el enemigo".

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