La paz en Ucrania necesita carros y diplomacia

La importancia de entregar armas a Kiev para evitar que gane la ley del más fuerte

Idealmente no deberían existir las guerras y todos los conflictos deberían resolverse por vías pacíficas, dando por hecho que todos compartimos un mismo código de conducta. Pero la trágica realidad es que Vladimir Putin, y otros de su escuela, no opina que esa sea la mejor manera de defender sus intereses. De ahí que, como ocurre en el caso de Ucrania, no tenga reparos en utilizar la fuerza para imponer su dictado, sin que el derecho internacional, las normas más básicas de la guerra o la más elemental exigencia ética le parezcan límites infranqueables a su voluntad de poder.

En esas circunstancias, quienes siguen apelando a la negociación, la mediación y el dialogo como únicas vías para restablecer la paz, al tiempo que consideran inaceptable todo recurso a los instrumentos de fuerza, acaban atrapados en un ejercicio que bascula entre la ingenuidad y el escapismo. Todo ello trufado de un inocultable sentimiento de superioridad moral, que les lleva a calificar de belicistas irredentos a quienes entienden que no siempre basta con las buenas intenciones para frenar a los violentos.

Ingenuidad, más o menos sincera, porque se empeñan en vivir en un mundo irreal en el que presuponen que nadie desea lo ajeno y en el que todos estamos dispuestos a cumplir estrictamente las reglas de juego que nos hemos dado para convivir en paz, sin que sea necesario contar con un mecanismo de vigilancia para comprobar que así es y un instrumento de castigo para quien se las salte. Escapismo, por instalarse en una tan genérica como inefable apelación a la diplomacia –algunos añaden que debe ser "de precisión"–, sin llegar nunca a concretar cuál es esa modalidad que a los demás se nos escapa, sea por falta de inteligencia para llegar a su altura o por falta de voluntad para emplear los mecanismos de resolución de conflictos que ya tenemos.

Defender la paz en el mundo real significa entender que es necesario echar mano simultáneamente de los instrumentos diplomáticos y de los de fuerza. Los primeros para explorar todas las vías posibles para evitar el estallido de la violencia y, si esto no ha sido posible, para tratar de reducir su impacto y restablecer la convivencia. Los segundos como elementos de disuasión, para intentar frenar las tentaciones belicistas, y, si eso no basta, para castigar a quienes se empeñen en optar por la violencia. Y dado que en el caso de Ucrania ha sido Putin quien, después de haber reconocido que había elementos positivos en la respuesta de Washington y Bruselas a su requerimiento de renegociar un nuevo orden de seguridad europeo, arruinó cualquier posibilidad de entendimiento invadiendo un país soberano, parece inevitable tener que recurrir a la fuerza para evitar males aún mayores.

Es Putin el que hasta hoy ha rechazado cualquier propuesta de negociación, por considerar que todavía tiene margen de maniobra para mejorar su posición sobre el terreno antes de tener que sentarse a negociar un acuerdo. Con esa idea está completando la instrucción de los alrededor de 300.000 efectivos que ha movilizado forzosamente desde el pasado octubre, pensando en una nueva ofensiva. Desde esa perspectiva, sin caer tampoco en el error de pensar que Zelenski y los suyos son criaturas angelicales, entregar armas a Ucrania es apostar por la paz. Salvo que apostemos por aceptar la ley del más fuerte como regla de juego, bendiciendo pasivamente sus exabruptos violentos, y que nos contentemos con espera a que en algún momento le apetezca hablar en lugar de matar.

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