El Carnaval enamorado

El Martes de Antroxu tras el martes de San Valentín

José María Ruilópez

José María Ruilópez

El que en dos martes consecutivos de febrero caigan el 14, día de los Enamorados y el 21, Carnaval, es como juntar la gasolina con el fuego. Se dice que el día de San Valentín, o de los Enamorados, fue un invento de los centros comerciales para favorecer las ventas en un día tan proclive a la celebración del amor eterno, que, al cabo, termina siendo "hasta que la muerte os separe", que dice la Iglesia, y, en el peor de los casos, hasta que el juzgado dicte sentencia, por la propia decisión de las dos partes, o de una, que se vaya con la otra, caso del ilustre Mario Vargas Llosa, o el empresario Gerard Piqué, o sean ellos los que se queden con tres cuartos de narices, voy a citar, por sonado y por internacionalizar un poco el asunto, a la pareja Jada Pinkett y Will Smith, el actor, que tras la bofetada que éste dio al presentador de los "Oscar" del pasado año la cosa en la pareja empeoró, hasta el punto de una posible ruptura. Lo que sucede es que hay 175 millones de dólares que se embolsaría la señora, a pesar de ser la que lleva la voz cortante en el caso.

Y el Carnaval, por su propia esencia y naturaleza, es la festividad mundana por excelencia, donde los "enemigos del hombre", según las Sagradas Escrituras, son: "mundo, demonio y carne", que merodean entre las concentraciones paganas como un coleóptero que se cuela allí donde está prohibido, provocando el refriegue de las manos pecadoras, la concatenación de los cuerpos aprovechando la nocturnidad, el anonimato y la algarabía, o la promiscuidad de las almas llamadas al fuego eterno tras el pecado de intromisión por desacato a la formalidad, al rechazo radical del placer, por evitar la mortificación de la carne, cayendo en el sometimiento de la emoción y el estupor de la fragilidad de lo que ahora llaman los pulcros ascetas de la estupidez como consentimiento, que es cuando la chica se entrega al acto de amor, a la vorágine del momento, a la suculencia del instante, a la ceguera del coito sobre el borde de un una mesa, que es muy cinematográfico, porque el punto culminante hace olvidar la incomodidad convirtiéndola en nube vaporosa que pulula sobre el regazo, la entrepierna, la sobrecarga de ánimo del varón o la unión audaz de lo prohibido por el lugar o el consentimiento. ¡Ay, el consentimiento!

Y ahí es donde se complica el Carnaval, aparece la policía, investiga los restos de fluidos corporales, la sanidad pública, tan reivindicada últimamente, explora las intimidades femeninas con la sutileza del despatarre en un quirófano al efecto llevado a cabo por manos expertas enguantadas en látex. Porque una vez pasado el hecho, siempre hay una amiga, un asesor, un allegado, un vídeo que se convierte en pólvora por las redes, el director del banco que aconsejan a la joven que la diversión tiene un precio, que nunca se sabe si fue consentida o no, que ella puede decir que consintió, pero que no era consciente de cómo la RAE define lo de consentir: "permitir algo o condescender en que se haga", y que tal vez tengan razón todos esos que la animan a denunciar. Que el otro, uno que pasaba por allí, en el Carnaval todo el mundo pasa por allí, bebe por allí, se chuta por allí, esnifa por allí, convirtiendo el adverbio de lugar en el culpable de todo lo que le sucede al personal.

Hay que cargar el pecado a alguien, y tiene que ser al calendario por reflejar dos fechas con signo positivo y negativo tan próximas, como los imanes, que se lanzan uno sobre la otra, o el otro sobre la una, y se produce la explosión, los fuegos artificiales, el consentimiento, el beso como espuma caliente ante la oscuridad de las pupilas agredidas por las lenguas en danza, las bocas ciegas y las manos perdidas por la anatomía contraria. Siempre aparecen envidiosos, o testigos teléfono en mano, el testigo en estos casos es como la escoba que quiere llevar a su recogedor toda la lujuria y convertirla en mierda, son como los barrenderos de las sobras de los encuentros furtivos entre dos almas gemelas por unos instantes de locura y desahogo, una pincelada de felicidad en un cuadro de Goya, los siete minutos del adagio de Albinoni reducidos a unos momentos como a cámara rápida, pero con todos sus matices y flecos, que dicen los horteras, y entonces llega el aguafiestas con el escobón y el vídeo viral para joderlo todo.

Casi siempre hay una lupa gigante, como un telescopio canario que agranda lo que es insignificante, que multiplica lo que no tiene guarismos, que declara haber visto un OVNI: Objeto Vinculado Nocivamente Intencionado. Y ahí ya entra en juego lo de sí es sí, el no es no, el ya te digo, el estaba visto, y todas las frases hechas que ustedes quieran poner. Ahora nos llegó la obnubilación de la democracia, mejor dicho, el asedio a las libertades, y pensamos que el Carnaval era el tira que libras, y los mozos andan acojonaditos, y las mozas están empezando a dejar lo casquivano: "que coquetea y establece relaciones de forma pasajera, sin ningún compromiso serio". ¡Qué maravilla! Hace tiempo que me contaron que en Alemania cuando el Carnaval, en las fiestas de empresa es el desmadre total de los empleados con las empleadas y viceversa. Al día siguiente si te vi no me acuerdo. Cada uno a su teclado. Después de todo esto, seguro que entran en danza los jueces y los fiscales a romperse la cabeza con las leyes sin gramática. Y alguien acaba en el banquilllo. Que hay lloros y repudios. Condenas y arrepentimientos. Hay que prohibir el amor y el Carnaval. O, en caso contrario, dar vacaciones semanales al Gobierno y a las Instituciones del Estado.

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