Al Gobierno, a este gobierno, no le gustan los empresarios. Sólo hay que escuchar los discursos apocalípticos de ministros redentores que echan pestes contra la marcha de Ferrovial a los Países Bajos. Si una compañía importante se plantea abandonar el país, es traidora y merece escarnio. Si quien quiere abandonar la nación es un separatista catalán, se le aplaude y se le premia. Pero ése es otro cantar…
Se puede entender ese mal de ojo hacia la patronal si quien aoja es Podemos, el partido que sujeta los palos del sombrajo de Sánchez, pero no de un PSOE que tradicionalmente ha sabido convivir desde el poder con los intereses del empresariado. Hay además socialistas que han hecho buenas migas con algunos empresarios, como el Tito Berni, que tiene la poca vergüenza de reclamar al Congreso su indemnización como exdiputado después de habérselo llevado en bolsas.
Que el PP se entienda fácilmente con los patrones es normal: son cuña de idéntica madera o parecida. Por eso al ciudadano le parece menos escandalosa la corrupción política de la derecha que cuando quien mete la mano en el cajón o recibe el sobre en negro sea alguien de la izquierda. En el partido conservador existe jurisprudencia suficiente de apaños y amaños, desde Gürtell a nuestros días. Pero tendemos a perdonar antes los desmanes de los populares que los deslices de los socialistas, que se remontan a la época ya lejana de Juan Guerra, el hermanísimo. Aunque los delitos sean los mismos o incluso mayores.
Debe ser consecuencia de la supuesta superioridad moral de la izquierda, que algunos prebostes llevan pegada a la boca como si fueran caries; y que se vuelve contra ella cada vez que uno de ellos actúa de manera inmoral o indecente. Es lo que pasa cuando uno se arroga durante décadas el papel de bueno de la película, cuando piensan que su complejo de superioridad es mejor que el de los demás.