En la tragedia clásica que concurre en torno a un partido de fútbol, el árbitro representa el papel de un personaje arbitrario y enigmático cuyo trabajo consiste en hacerse odiar. Frente a un corifeo vociferante a remedo del público del circo romano de fieras y gladiadores sanguinarios, a esos señores que antes vestían de negro, como cuervos, les toca cada jornada cargar con la cruz metálica de un silbato desde el que soplan los vientos de la fatalidad.
Siempre hubo trencillas que trenzaron actuaciones lamentables. Durante décadas nos dedicamos a cuestionar permanentemente a unos tipos de madre muy referida que sucumben con frecuencia a la vanidad de mostrar un par de veces o más en cada partido sus tarjetas de visita.
Ocurre que desde la implantación del VAR y los medios tecnológicos que rearbitran las jugadas más dudosas, los árbitros se han vuelto vagos e intrascendentes: alguien vendrá detrás que enmendará sus fallos, a cámara lenta y desde ángulos insospechados. De manera que ahora ya no se les odia: sencillamente, se les ningunea. Sin embargo, cuando por fin parecía que el vídeo les había hecho invisibles a la grada, la fiscalía se empeña en demostrar que había un club de campanillas que pagaba a un jefazo de los colegiados “para que fueran neutrales”. Y esa “neutralidad” le costó más de siete millones de euros. O sea que ciertamente el Barça es más que un club: también una ONG.
No duden que el nuevo escándalo futbolístico quedará en agua de borrajas, que pagadores y pagados se marcharán de rositas, que no habrá decapitaciones como la de aquel pobre cochinillo que el Camp Nou en pleno le echó encima a Figo. Ningún juez osará cambiar el guion de la última entrega de Sófocles.