Un escritor de los grandes, maestro de la crónica

Tras el fallecimiento del premio "Cervantes" Jorge Edwards

Eduardo San José

"Nosotros, que fuimos hombres, hoy somos épocas"

Boris Pasternak, citado en "Adiós, Poeta…"

Conocí a Jorge Edwards hace veintidós años, en una larga entrevista en su casa de Santiago de Chile. No sé qué extraña gracia le causé, que a partir de entonces no perdimos el contacto. Yo preparaba mi tesis doctoral y era, lo supe ya durante la entrevista, muy joven. Pero a veces llegar antes de tiempo es llegar justo a tiempo. Vendrían en adelante horas compartidas, algunos viajes, ceremonias literarias y confidencias, en las que cualquier palabra invitaba al recuerdo privado de grandes nombres propios del siglo XX: políticos aparte, todos los del Boom, los tótems parisinos (André Breton, Louis Aragon) o mis predilectos y los suyos, los viejos vanguardistas de su bohemia juvenil (Huidobro, Pablo de Rokha, Gabriela).

Ahora, ante la noticia reciente de la muerte de Jorge, es difícil, sin embargo, emocionarse. Ni el autor ni su obra invitaron a ello. Se encargaba de aparentar cierto despego y frialdad. Fue un hombre mundano, en el mejor sentido de la palabra, y un gran vitalista, pero sin el entusiasmo que tan de cerca, mejor que nadie, conoció en Pablo Neruda, sino con el punto de cinismo del escritor-diplomático que ha oído y callado mucho. Pero, a pesar de esa apariencia, creo que tenía un fondo de gran ingenuidad. No en vano, la historia lo observará como el primero que dijo que el rey andaba desnudo. El rey era Fidel Castro y el libro, claro, "Persona non grata" (1973). En el año 2000 volvió a expresarse con la misma sinceridad ajena a todo cálculo egoísta sobre la conveniencia de detener a Pinochet en pleno proceso de transición democrática en Chile.

El viernes pasado recibí a media tarde la llamada de Fernando Iwasaki que me anunciaba su muerte. Nos consoló el hecho de que hubiera muerto lúcido y haciendo su voluntad hasta el final: viniéndose a vivir a Madrid tras la pandemia con su hija Ximena, que lo cuidó; o firmando ahora en el hospital para irse a su casa. Mi primer recuerdo para él fue el de estas primeras líneas, con esa emoción vicaria de haber conocido a un testigo de su época y a un escritor que quedará entre los grandes, como maestro de la crónica y el primero en hacer lo que nadie llamaba aún "autoficción".

Poco después, y contra lo que debe hacerse, quise recordar al amigo de los últimos días, anciano y enflaquecido como cuenta en "Adiós, Poeta…" que lo festejaba Neruda de joven ("Es usted el escritor más flaco de la literatura chilena"). Y entonces, sí, me arrastró toda la emoción que sin duda contenía el personaje: en la vulnerabilidad de estos meses había quedado al descubierto su fondo casi infantil, que era una pasión genuina por la literatura. Había pasado los últimos años repitiendo quién sabe si como un epitafio que sólo le había sido fiel a la literatura. A sus noventa años le brillaban los ojos al recitar con asombrosa exactitud a Alonso de Ercilla, a Shakespeare o a Proust, su bestia literaria con Balzac. Lo vuelvo a ver en el salón, ante una gran mesa baja atestada de libros y un atril sobre el que releía con una lupa gigante "La Regenta", en cuadros sueltos, por el placer de recordar. Últimamente quería recuperar esos escenarios de ficción ("quiero volver a Oviedo, así que ya sabes…"), y estábamos dejando pasar el invierno. Admiraba, por encima de todo, a Clarín, su valiente ingenuidad. Me hacía repetirle a cada tanto la suerte de su hijo, el rector Alas, fusilado en la guerra ("¿y lo habrán matado por venganza de la novela del padre?"). Creo que le recordaba toda la verdad de las mentiras, el enorme poder de las palabras.

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