Mujer hasta la muerte

Raquel L. Murias

María Elena llegó hace veintiséis años para trabajar en el instituto de una pequeña localidad, Boal, en pleno valle del Navia. Venía desde otro enclave asturiano aún de menor tamaño, donde nació, y a los 63 años recibió esta semana sepultura. Aunque un nombre masculino figure en la lápida que cubre su féretro, siempre será María Elena. Como tal le hubiera gustado que se la tratase hasta el último suspiro. Pero, lamentablemente, un cáncer fulminante no le permitió culminar los trámites legales para cambiar su nombre en el DNI.

Fue Boal, sin embargo, el pueblo que hizo justicia con María Elena más allá de documentos oficiales. María Elena era su nombre para todos, así lo pedía ella misma cuando rompía la barrera de ese halo de timidez tras el que siempre se protegía. Con sus perlas al cuello, su diadema de flores y sus colores que tanta vida le daban, pedía, con la voz cálida que susurra al niño que duerme: "Por favor, llámame María Elena". Pues María Elena. ¿Tomas algo?, le preguntaban al entrar en el bar los padres, los ganaderos, los profesores… quien fuese. Y es que no hay mejor medidor de integración en un pueblo que el hecho de que al entrar en el bar alguien te invite. Y María Elena pedía una consumición, siempre sin alcohol, y hablaba de fútbol, porque era seguidora del Oviedo.

Pese a que algunos puedan malpensar por prejuicios que en las zonas rurales a veces las mentes son menos abiertas que en las urbanas, no hay persona vinculada a la comunidad educativa o a la vida social de Boal que no haya acogido con naturalidad este ejemplo de diversidad de género. Las buenas palabras brotan espontáneamente al recordarla. Pero no responden a las frases de compromiso que solemos dedicar a los muertos por el mero hecho de dejar este mundo –ya se sabe, este país entierra muy bien–, sino que son expresiones sinceras, nacidas del corazón, porque su fallecimiento deja un hueco difícil de llenar y a la vez una inmensa enseñanza de vida: el valor del respeto y la tolerancia.

Aunque su jornada laboral comenzaba por la tarde, era María Elena una persona que se afanaba por tener el instituto impoluto y que además estaba siempre pendiente del recado necesario para quien hiciese falta. Sin mirar el reloj, sin regirse por un horario. La adoraban los nenos, y participaba en las cenas organizadas por el instituto y otros eventos. "Siempre la quisimos muchísimo, a nadie le importaba si llevaba peluca o no", explica un exalumno. Tanto la quisieron en Boal que todos los años la invitaban a la cena de comadres, pero ella esperaba a que su DNI reconociera oficialmente su condición de mujer para acudir por vez primera a aquellos encuentros. Para ir con todas las de la ley, aunque a los boaleses eso les importase entre poco y nada.

María Elena era feliz el día que se vestía de mujer en las cenas de profesores y cuando aprovechaba para ponerse sus mejores galas, porque allí, dentro de la comunidad educativa, rodeada de educadores y alumnos, se sentía más mujer que nunca, más en paz que nunca, más arropada que en ningún sitio. Comprendida. Respetada.

Solo a veces, con pesar, recuperaba sus pantalones masculinos, se limpiaba los brillos de la cara, dejando su piel apagada, y se abrochaba su camisa de paisano para no contrariar a quienes seguían tratándola como hombre.

Ojalá, María Elena, alguien te haya colocado flores rosas en tu tumba. Tu color preferido. Gracias por limpiar el instituto durante veintiséis años y por hacernos entender de un plumazo que la convivencia en la diversidad y el entendimiento, desde la consideración, es posible. Se educa. Allá donde estés, siempre habrá quien te invite a tomar algo. Seguro.

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