Lo que hay que oír

La mita de lo caverno

El olvido frente a la carcoma del resentido y otras píldoras

La mita de lo caverno

La mita de lo caverno / unknown

Francisco García Pérez

Francisco García Pérez

Estupefacto quedo aún cuando recuerdo un abrileño titular a toda página de cierto diario deportivo: «La mito de la caverna». La atleta extremeña Beatriz Flamini se había pasado 500 días encerrada en una cueva granaína, para batir un récord o porque le daba la gana: allá cada cual y cada cuala. El o la periodista creador o creadora de tal texto es un lince o una lince, o un ignorante o una ignorante. Usa un masculino («mito») como femenino y da por supuesto que todos estamos al loro de filosofía griega. Ole. En primer lugar, el diccionario de la RAE registra que algunos sustantivos se escapan del corsé masculino o femenino habitual («o»: uno u otro) para encuadrarse en masculino y femenino («y»: uno y otro). Por ejemplo, los nombres comunes en cuanto al género. Designan seres animados y algunos ejemplos son: canciller, conserje, cónyuge, estudiante, modelo, piloto, soldado, testigo, yonqui… salvo mejor opinión de ciertos y ciertas políticos y políticas que no saben una palabra de gramática ni de ná de ná, pero sueltan sandeces lingüísticas y lingüísticos que es un primor. En segundo lugar, el mito de la caverna (o la alegoría de la caverna) es hallazgo molón de Platón que cuenta en su «República» cómo somos prisioneros que solo vemos sombras del mundo real y nos confundimos creyendo que son el propio mundo real: o sea, que todo es apariencia. ¿Qué tendrá que ver tal con Beatriz Flamini? Nada. El caso es titular para llamar la atención: la tracamundia reinante. ¿Ustedes qué opinan de este novísimo periodisísimo que las redes sociales nos trajeron?

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Una pregunta: ¿por qué no da entrada la RAE a búmer? Ya está registrada blúmer −tan parecida, sólo una letra más−, una braga en el Caribe. Ya que la Docta Casa come de todo, que nos incluya a los mayoronos en el menú.

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De vez en cuando me duermo con Josep Pla (bueno, con su obra) entre los brazos en busca del sosiego que atraiga el sueño y enriquezca el espíritu. Anoche leí: «Prefiero olvidar que sentir la carcoma del resentido. El cultivo de la capacidad de olvido creo que es una cosa excelente para saber vivir». Cuánto recordé a la gran escritora Carmen Gómez Ojea (un año de su muerte este verano) con quien tuve muchos lustros atrás un triste malentendido, que supo desanudar cuando la invitó mi IES años después a dar una charla que yo presentaba y tododiós andaba temeroso de que riñésemos en público: «Ay, yo tengo una memoria fatal para los disgustos y creo que Paco García Pérez también. Así que vamos a darnos en beso y a charlar en paz con la chavalería». Así fue. Qué grande.

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En la tienda de mi barrio acostumbraba yo a ver cartelitos orientativos sobre si los productos que se me ofrecían estaban rebajados, congelados, frescos, precocinados… Pues resulta que casi me da un síncope al leer anteayer que también hay «Productos Alarmados». No se trataba de productos intranquilizados, preocupados, alterados, sobresaltados, angustiados, asustados, atemorizados, aterrados, espantados; no eran alimentos con el resuello cortado, que quitasen el hipo y tuviesen al cliente con el alma en vilo. No es que hubiese una sección junto a ellos en la que se mostraran productos tranquilizados, serenados o calmados. No. En un coloreado y plastificado rótulo, se me anunciaba que los quesitos en porciones y el salchichón… eran «Productos Alarmados». Es decir, productos provistos de alarma, portadores de un artefacto que pitase y, por lo tanto, disuadiese a los cacos. Me imaginé a los triángulos y a las lonchas corriendo alarmadas por el pasillo. Ay, Señor, llévame pronto.

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Un poco malhablado veo a mi amigo invisible al urdir calambures: le aplicaré un ERTE: «¿Si cojo Nescafé?» Conviertan ustedes la inicial conjunción en adverbio afirmativo; unan la segunda palabra con la primera sílaba de la tercera convirtiéndola en sustantivo exclamativo. Ni me atrevo a escribir el resultado.

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