La salud mental es asunto de toda la tribu

La tarea de convertir la vida en motivo de festejo, y no de pésame, no puede dejarse en manos de los políticos

Pablo Álvarez

Pablo Álvarez

Me impresionó mucho lo que me comentó hace poco una médica gijonesa a la que acababa de conocer: "Estoy en un grupo de madres que tenemos hijos pequeños y todas estamos muy preocupadas con lo que está pasando con los adolescentes". Y me impactó mucho más que, catorce horas después, dos niñas gemelas de doce años se quitaran la vida en Oviedo.

Contra todo pronóstico, la capacidad más esencial de toda especie –reproducirse– se ha convertido en los humanos en un ejercicio de alto riesgo, casi temerario. ¿Qué nos está pasando cómo sociedad?, nos preguntamos unos a otros con perplejidad.

En este contexto de angustia colectiva, durante la reciente campaña electoral, varios candidatos a la presidencia del Principado anunciaron que una de sus prioridades para los próximos cuatro años sería "un pacto por la salud mental". Desde luego, no resultaría tolerable que estas palabras cayeran en el olvido de las promesas oportunistas. Ahora bien, sería iluso pensar que los políticos van a resolver un problema colectivo de raíces tan profundas como complejas.

La salud mental es la resultante de muchos equilibrios y de múltiples factores sobre los que ni siquiera los supuestos "expertos" se ponen de acuerdo. Y no solo están en discusión aspectos técnicos de la psiquiatría y la psicología, sino maneras de actuar y de vivir que han arraigado entre nosotros hasta llegar a normalizarse. Por ejemplo, mientras unos se muestran persuadidos de que la inestabilidad de las familias está en la base de numerosos trastornos emocionales de los más jóvenes, muchos protagonistas de rupturas aseguran que sus hijos "son los que mejor lo están llevando".

Todo apunta a que pedimos a la vida cosas que no puede darnos, como ese anhelo de felicidad máxima, continua y sin fisuras que ha sustituido a lo que los clásicos llamaban "una vida buena" o "una vida lograda". Para nuestros tatarabuelos, la felicidad propia era importante, sin duda, pero la ajena también pesaba mucho y desviaba la mirada del propio ombligo. El emocionalismo, con su carga de narcisismo, se ha convertido en una religión que transforma cualquier adversidad en severo motivo de frustración.

En lo que sí podemos llegar a un consenso es en el acierto del célebre proverbio africano: "Para educar a un niño hace falta la tribu entera". Ciertamente, las familias tienen mucho que decir en la educación de sus hijos. Pero los demás, los que no hemos sido padres o ahora mismo no están educando hijos, también tenemos la responsabilidad de ayudar a esas familias con nuestra conducta cotidiana, con nuestra ética privada y pública. Todos somos corresponsables, con los padres, los políticos y los expertos, en la tarea de convertir la vida en un motivo de festejo y no de pésame... aunque sea inevitablemente dura.

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