Más allá del Negrón

Neoludismo

El vertiginoso avance de la Inteligencia Artificial desata el miedo y la oposición al progreso

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Juan Carlos Laviana

Juan Carlos Laviana

Muchos ciudadanos de San Francisco dicen estar hartos de los "robotaxis", taxis sin conductor, que han proliferado en la ciudad en los últimos tiempos. Alegan que resultan molestos, porque causan atascos y que, incluso, han llegado a provocar accidentes. Su reacción, al menos, ha sido más ingeniosa que la de sus antepasados, que recibieron a pedradas los primeros automóviles. Los sanfranciscanos –gentilicio siempre problemático– han descubierto que si colocan en el capó de los "robotaxis" un simple cono de tráfico anulan los sensores del vehículo y queda bloqueado. La práctica se ha extendido tanto que bautizaron la pasada semana como la "semana del cono".

El ludismo, como es sabido, no es un fenómeno nuevo. Su origen se ha adjudicado a un tal Nedd Ludd, ciudadano de Leicester (Inglaterra), trabajador de la industria textil, cuya vida se sitúa entre los siglos XVIII y XIX. Es cierto que hay fundadas sospechas de que nunca existiera y de que se trate de una leyenda creada por los obreros que veían peligrar sus trabajos tras el invento de la máquina de vapor. El caso es que se le atribuye al tal Ludd la destrucción de un par de tejedoras mecánicas en un ataque de ira. De ahí su mitificación y que fuera seguido por una legión de imitadores.

Volviendo a California, entre las reivindicaciones de la huelga de guionistas y actores de Hollywood, se esconden también motivos ludistas. Los escritores, porque temen ser sustituidos por programas de IA tipo chatbot, que al parecer escriben como los ángeles, pero sin alma. Y los actores, porque ven venir que la Inteligencia Artificial puede llegar a imitarles tan fielmente que nadie sea capaz de distinguir la copia del original.

Resulta muy significativo que la última huelga que reunió a actores y guionistas fuera en 1980, coincidiendo con la proliferación de los reproductores de cintas VHS, que se percibían como una amenaza para la industria del cine. Algunos aún recordarán al sindicalista Ed Asner –nuestro admirado Lou Grant– arengando a los manifestantes. Menos recordarán la penúltima huelga en que ambos colectivos coincidieron, en 1960, cuando la televisión se convirtió en la principal fuente de entretenimiento.

Circula por las redes un llamativo vídeo en el que podemos ver a Morgan Freeman declamando el siguiente texto. "Yo no soy Morgan Freeman. Lo que está viendo no es real. Bueno, al menos no lo es en nuestra concepción actual. ¿Qué pasaría si te dijera que ni siquiera soy un ser humano? ¿Me creería? ¿Cuál es su percepción de la realidad?". Y termina el falso Morgan Freeman con un amable: "Me gustaría darle la bienvenida a la era de la realidad artificial".

Al parecer el vídeo es un producto del llamado "deep fake" de internet para llamar la atención sobre el fenómeno. Es de esperar que su autor cuente con la aprobación de Morgan Freeman. No vaya a ser que le ocurra lo mismo que plantea el primer capítulo de la aclamada nueva temporada de "Black Mirror". Para quien no lo haya visto, se trata de la historia de una chica cuya vida convierte en serie una plataforma, que bien pudiera ser Netflix. Para captar la atención del público, la chica es ¿interpretada? por un clon de una actriz famosa –en este caso, Salma Hayek–, que ha vendido a la plataforma los derechos de su imagen y su voz.

¿Escalofriante? Sí. De eso se trata. Primero internet y luego la IA han cambiado nuestra forma de percibir el progreso. Aún recuerdo cómo aplaudimos y nos entusiasmamos con cada avance de la humanidad en nuestra niñez. Con la entrada en nuestras casas de la lavadora, la nevera y no digamos el televisor. Con la llegada del hombre a la Luna. Con el primer trasplante de corazón. Hasta con la llegada del AVE, adonde llegó, claro. Tantos y tantos avances que ha protagonizado la humanidad en las últimas décadas.

Hoy, en cambio, afrontamos el progreso con el temor de los viejos luditas. Sí es verdad que en el siglo XIX y en el XX temíamos que las máquinas nos sustituyeran, o que las bombas atómicas acabaran por destruir a la humanidad. Pero, en líneas generales, el progreso provocaba admiración, fe en el ser humano y sus avances. Hoy, no es así. Hoy la sociedad tiene miedo al progreso, porque probablemente ha perdido la fe en el ser humano, o cuando menos, en los seres humanos –todos sabemos quienes son– que hoy controlan los avances científicos y técnicos.

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