Los expresidentes del Gobierno son objetos de valor para sus partidos que estorban en cualquier estancia estrecha, pero que nadie se atreve a depositar en el desván ni a cargarse discretamente de un balonazo. Pero también en ocasiones se cuelan como una molesta china en el zapato de sus sucesores. A Pedro Sánchez le han metido en los calcetines dos: González en el izquierdo; y Aznar en el derecho, de tal forma que el presidente camina estos días como el diablo cojuelo, con tendencia al retranqueo.
Tiene mérito poner de acuerdo unánime a ambos mandatarios, enemigos políticos irreconciliables en su época, campeones del combate cuerpo a cuerpo, mejor dotado para la esgrima el socialista y más dispuesto al boxeo de mentón el popular. Si Sánchez ha conseguido acomodar en la misma barca a González y Aznar, y que remen ambos en dirección idéntica, el líder plenipotenciario tiene un problema.
Desoye Sánchez al consejo de ancianos de su partido y expedienta cualquier asomo de osadía de la disidencia. Él sabrá si le llega para sujetar el partido con una militancia en estado de adormidera, convertida en cofradía del amén, en una pandilla inerte de guerreros de terracota. Al jefe no le tose nadie, no se le vaya a ir con el estornudo la choza de paja de los tres cerditos.
Si Felipe es un jarrón de la dinastía Ming, Aznar aspira a convertirse en un lienzo de Goya o en un Velázquez destinado al éxtasis. Más que para Sánchez, el que hablaba catalán en la intimidad supone una cefalea persistente para Feijóo. Aznar es la figura que el ala más radical del PP necesita para espantar a Vox. O sea que tal vez a su pesar, el tibio Feijóo tenga que asumir la incómoda presencia como la fórmula más efectiva para que los simpatizantes más antipáticos que desayunan con Jimenez Losantos se olviden de Abascal: el chacal juega en el equipo de casa. Un mal menor, pero un mal muy cierto, a fin de cuentas.