De poco sirve tener razón si para que se la reconozcan a uno es preciso recorrer un camino judicial tan largo que el resultado no merece la pena. Es lo que sucede con demasiada frecuencia, y no sólo en cuestiones menores por las que a nadie se le ocurriría pleitear.
El problema es especialmente grave cuando nos enfrentamos a poderosas Administraciones Públicas o grandes empresas. Entes que, por ejemplo, pueden permitirse el lujo de incumplir la ley a sabiendas, puesto que son conscientes de que la inmensa mayoría de los afectados o perjudicados no acudirá a los tribunales, de modo que, aunque esos entes pierdan todos los pleitos, saldrán ganando porque sólo tendrán que devolver el dinero a los pocos que pleiteen (y ganen). Algunas empresas incluso se permiten el lujo de no recurrir las sentencias de Juzgados que las condenan y las cumplen sin rechistar, porque, sabiendo que su recurso estaría condenado al fracaso, prefieren perder en un juzgado antes que hacerlo en un tribunal superior (no digamos el Tribunal Supremo) que pudiera dictar una o varias sentencias que actúen como precedente y generen una oleada de reclamaciones de consumidores, destinadas a prosperar.
No son pocas las reglas cuyo resultado es permitir que la Ley no se cumpla y que incumplirla salga gratis. Así, los límites a la posibilidad de que una sentencia favorable sea aprovechada por otros ciudadanos o empresas que se encuentran en la misma situación. Si 100 personas reciben una sanción igual y sólo 5 la recurren, sucede que, en el caso de que éstos ganen y demuestren que la sanción es ilegal, los otros 95 no podrán aprovechar la sentencia, al haber quedado firmes las sanciones que les fueron impuestas. En casos como éste, por cierto, el conocido y socorrido silencio administrativo acaba volviéndose contra la Administración que lo utiliza, puesto que, si ésta no responde a un recurso de un ciudadano, no se genera una decisión administrativa, y la situación queda, por decirlo así, abierta, lo que permite a ese ciudadano aprovecharse en cualquier momento de una sentencia que pueda surgir y que suponga un precedente favorable a su posición.
Es común a estos casos el hecho de que una actuación ilegal no acarrea ninguna consecuencia negativa para quien la lleva a cabo. De hecho, incluso resulta más favorable que el cumplimiento de la Ley, porque el sistema permite que buena parte de las ventajas ilegalmente obtenidas se consoliden.
En el ámbito administrativo, la actuación ilegal suele carecer de consecuencias. Si la Administración gana el pleito (algo que nunca cabe descartar porque el proceso siempre tiene riesgos para el ciudadano, incluso cuando aparentemente éste tiene razón), consolida su posición y el ciudadano pierde tiempo y dinero. Si, por el contrario, el ciudadano o la empresa recurrente ganan, la Administración simplemente se ve obligada a hacer, muchas veces con años de retraso, lo que habría tenido que hacer desde el principio, pero sin sufrir ninguna desventaja ni recibir ninguna sanción por esa conducta, que ha obligado al ciudadano a acudir a los tribunales, a asumir el riesgo de una derrota y a perder tiempo y dinero. Las condenas en costas son, en este campo, prácticamente simbólicas.
Se produce, de hecho, la paradoja de que un político o funcionario que quiera dar la razón al ciudadano, por entender que la Administración puede haber actuado equivocadamente, es observado con sospecha y tiene que justificar su actuación, no vaya a ser que esté intentando favorecer a un particular en perjuicio del interés público. En cambio, quien persiste en su actitud hasta que los tribunales le obligan, años después, a cambiarla, queda como celoso defensor del interés público. De ahí la actitud, tan frecuente en la práctica, de resistirse a lo que pide el ciudadano "hasta que los tribunales me digan lo contrario". Si la actuación ilegal tuviera consecuencias, y no sólo del mero hecho de verse obligado a rectificar cuando una sentencia lo ordena, otro gallo cantaría, puesto que ese "sostenella y no enmendalla" resultaría perjudicial para la Administración y sus responsables lo evitarían.
Muchas son las consecuencias negativas de este estado de cosas. El descrédito de la justicia no es la menor de ellas. Empresarios e inversores de cierto tamaño huyen de cualquier posible pleito, de modo que, o las cosas les salen a la primera, o renuncian a la inversión o transigen con exigencias que saben ilegales pero a las que no ven ninguna alternativa real. A veces se recurre a la vía penal, con todo lo que supone de traumático y ruidoso, precisamente por entender que sólo así se presiona efectivamente a la Administración.
Insisto en que este problema no se da únicamente en las relaciones con Administraciones Públicas. Parecidos problemas se dan frente a grandes empresas y los sufren igualmente pequeñas Administraciones (sobre todo locales) cuando se enfrentan a otras de gran tamaño. Es la desigualdad de fuerza lo que permite este abuso, al que es necesario poner coto con normas adecuadas y con su aplicación.
Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 14 de septiembre de 2023 (ECLI:EU:C:2023:663) intenta remediar un caso descarado de este abuso. Tras una anterior sentencia del mismo tribunal de 2019 que declaró que una norma española (artículo 60 del Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social) era discriminatoria (lo que obliga a corregir la actuación y eliminar la discriminación), la Seguridad Social dictó una circular en la que decía expresamente que esa prestación se seguiría denegando salvo que el interesado obtuviera una sentencia favorable. Por tanto, se obligaba a los afectados por esta discriminación a acudir a los tribunales. Sabiendo, por lo tanto, que en el caso de todos aquellos que no acudiesen a ellos, la ilegalidad no sería corregida.
Esta reciente sentencia del TJUE, que llega tras una cuestión prejudicial planteada por el TSJ de Galicia, establece que el tribunal que conozca de ese pleito que el ciudadano se ha visto obligado a iniciar debe ordenar a la Administración "no solo que conceda al interesado el complemento de pensión solicitado, sino también que le abone una indemnización que permita compensar íntegramente los perjuicios efectivamente sufridos como consecuencia de la discriminación, según las normas nacionales aplicables, incluidas las costas y los honorarios de abogado en que el interesado haya incurrido con ocasión del procedimiento judicial, en caso de que la resolución denegatoria se haya adoptado de conformidad con una práctica administrativa consistente en continuar aplicando la referida norma a pesar de la citada sentencia, obligando así al interesado a hacer valer su derecho al complemento en vía judicial". Se trata, en definitiva, de que incumplir la Ley (en este caso, continuar aplicando una norma que se sabe que es discriminatoria) no le salga gratis a la Administración. Esto obliga (este es el avance derivado de la sentencia) a pasar por encima de las normas nacionales sobre costas procesales, que no permitían recuperar ese coste forzado por la Administración.
Es un primer paso, desde luego, pero importante. Tenemos una fuerte tendencia a aprobar normas sin poner los medios para garantizar su cumplimiento y sin establecer consecuencias efectivas para corregir su incumplimiento. De hecho, buena parte de esas normas sólo sirven para complicar la vida a los ciudadanos, añadiendo requisitos a sus actividades. Bien está que quien es responsable de aplicarlas sepa que no hacerlo no le saldrá gratis.