Árbol, vegetal de fábula

La vieja fábula retrocede. Género de naturaleza y de cultura, partía del animal, al que se atribuía un significado y se le sometía a una acción de la que se extraía una moraleja. Hasta los dibujos animados la practican cada vez menos. La fábula actual carga de ideología a los animales y define políticamente a sus defensores.

El toro es de derechas y las dudas que producía ver a las dos viejas Españas en la plaza han sido borradas por la nueva izquierda, partidaria de la minoría de las reses de lidia y detractora de la de los taurinos. La tauromaquia exige latifundios e infraestructuras agrícolas con tal historia de crueldad social que es insensibles a la parte sangrienta de la fiesta. El lobo es un animal muy de cuento, de Charles Perrault o de Jack London, con pésima reputación en la literatura feminista, pero mucho predicamento conservacionista. Ahora vive polarizado entre la izquierda que le protege y la ultraderecha que prefiere el ganado. El lobo crea contradicciones internas: los que se sienten manada defienden al rebaño y viceversa.

La fábula politizada ha saltado del reino animal al vegetal y el árbol, tan de derechas en el campo, pasa a ser de izquierdas en la ciudad. Este ser vivo es exterminado en las reformas de ciudades regidas por la derecha y reivindicado por la oposición de izquierdas como un trabajador del clima que protege del sol, regula la humedad, descansa la vista y crea comunidad frente al desierto de las plazas duras, sedes de intemperie. Hay una atmósfera polarizada entre la ideología y la climatología y una lucha enconada en las plazas duras, tan pijas en los ochenta, ahora de ideología extrema.

Hay que sacar el vegetal del argumentario político de algunos animales porque nos jugamos la vida en las ciudades en este proceso de privatización del espacio público que prefiere sustituir todos los árboles, de frescor gratuito, por sombrillas con refrescos de pago donde refugiarse del sol que arde en cielo y suelo.

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