Opinión

Añoranza de la niñez

El inexorable "tic tac" del paso del tiempo

Cada día nuevo que se asoma a una madurez que camina rauda al platino de las sienes, echamos más de menos al niño que fuimos en la patria atrincherada de la infancia. Aquel chavalín que ayudaba al abuelo a «enderezar los torcidos», que era la forma que aquel pastor y hortelano de hábitos refraneros tenía de llamar a la labor de revisar la permanencia enhiesta de las cañas que erguía de buena mañana junto a las matas del melonar para que crecieran a lo alto. El mismo que acudía en bicicleta al asomo de la sombra de las acacias durante las vacaciones escolares de verano a acercar a la fábrica el almuerzo al padre en una talega amorosamente anudada. El mismo que conquistó con un soneto un premio literario adolescente, cuyo tesoro consistía en una antología de Miguel Hernández que aún conserva con la rúbrica de un «ex libris» escrita a mano. Y que gastaba la hora de la siesta del estío en la lectura de una edición ilustrada de «La isla del tesoro».

Al cabo de los años vas sabiendo que la infancia se dobla como un traje y se guarda en un baúl alcanforado. Y que, como apuntó con tino el poeta Ángel Fernández Benéitez en «Carta para un amigo de la infancia», se airea en primavera y poco a poco las ropas superpuestas, las colchas olvidadas y los disfraces la van dejando al fondo; de tal forma que en invierno coge un tufo a humedad siniestro y triste.

Como en el «collige, virgo, rosas» de las odas de Virgilio, el también poeta Luis Alberto de Cuenca aconseja: «Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana. Córtalas a destajo, desaforadamente». Conviene hacerlo, antes de que las flores se marchiten.

El tiempo es hoja volandera, presurosa y fugaz que no se detiene. Es un reloj de arena de vuelco inexorable. Merece la pena abrazar el presente y darle al futuro el mínimo crédito, a sabiendas de que todas las horas hieren, pero la última mata. Así que «carpe diem» mientras tanto.

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