Opinión
Festivales (o cómo no divertirse hasta morir)
Sobre la regulación de unos eventos que crecen sin parar
Cuando en las noticias del verano se acumulan titulares en torno al éxito aparente de la creciente ola de festivales que puebla Asturias, quizá valga la pena detenerse un momento en el sentido y la oportunidad de estos eventos, a veces multitudinarios. Especialmente en el marco de las políticas públicas de las instituciones que de una u otra forma los promueven, avalan o facilitan.
En 1985, mucho antes de que imagináramos siquiera el advenimiento de la sociedad digital y la opresión de la cultura de la atención, el sociólogo Neil Postman publicaba un libro de título profético: "Divirtiéndonos hasta morir. El discurso público en la era del espectáculo". En él, defendía la teoría –similar a las desarrolladas por Guy Debord en su "La sociedad del espectáculo" y muy cercana a las tesis de la Escuela de Frankfurt– de que en los medios dominantes de comunicación (entonces se trataba de la televisión) era la forma la que sustituía al contenido, dado que la cualidad intrínseca del soporte impedía la preeminencia de los argumentos racionales y convertía todo, hasta las noticias, en mercancías, subordinando la calidad de la información al formato de entretenimiento propio del medio.
La sociedad del consumo de alta intensidad no es ni nueva ni discutible. Y, con el dominio creciente de la cultura digital en nuestra vida cotidiana, es evidente que ha venido para quedarse. La cultura hoy es al tiempo un derecho universal, un valor comunitario y una mercancía del mundo del espectáculo. Por eso, bajo la misma denominación de festivales, especialmente los dominantemente musicales, conviven demasiadas cosas de muy distinto objetivo y sentido. Los hay que nacen de iniciativas ciudadanas o de colectivos locales y buscan enraizarse en los territorios, cuidando tanto el arraigo como los vínculos con las culturas y comunidades cercanas. Otros, en cambio, son productos de entretenimiento puro, regidos por pautas de negocio y basados muchas veces en la explotación intensiva de todo tipo de recursos, que mantienen a sus participantes en un obligado cautiverio de consumo controlado, llegando incluso a bordear la normativa si es que existe.
Las instituciones europeas llevan casi dos décadas preocupadas por la proliferación de este tipo de iniciativas comerciales, con formatos muchas veces clonados y cada vez más dominados por un oligopolio multinacional, como describen numerosas investigaciones públicas, dejando a su paso un rastro de expectativas no cumplidas, cuando no de daños graves o irreparables. Ni el territorio que los recibe se beneficia especialmente ni dejan otra memoria que el ruido y, a veces, la furia. Entretenerse hasta morir no es su lema pero, en ocasiones, los accidentes ocurren.
Vivimos en un tiempo en el que los números superan constantemente a las razones. Dato, repiten machaconamente, mata relato. El dato de que aquí haya cuarenta, cincuenta o setenta mil se convierte en el barómetro del éxito. Es fácil comprarlo, pero sumamente peligroso convertirlo en la medida de su valor para la comunidad... Y las instituciones asturianas, como ya lo están haciendo otros gobiernos locales y autonómicos, seguramente habrán de contemplar con urgencia tanto los marcos de seguridad y sostenibilidad de dichos eventos como el sentido público de su participación en los mismos. El Decreto Foral de Eventos Públicos y Sostenibilidad de la Comunidad de Navarra, aprobado este año, es un buen ejemplo de una de las normativas en vigor, como lo son las Guías para Organizar eventos sostenibles catalanas o la ordenanza municipal de actividades de concurrencia pública de Barcelona, por citar algunos ejemplos de las distintas sensibilidades institucionales en España. Con criterios de prioridad y normativas eficaces que obliguen a las organizaciones convocantes a cumplir ciertos marcos éticos, así como requisitos en materias como la seguridad, incluyendo protocolos de seguridad de género, garantías de atención y respeto a la diversidad, las normas de consumo de productos en el interior de los recintos, la sostenibilidad de instalaciones y servicios, aplicando la normativa de reciclaje y prevención de residuos, la depuración de aguas residuales, la medición de los consumos de agua y energía, el control de la huella de carbono, las garantías de sistemas de acceso para públicos con condiciones singulares, el transporte a los recintos y una variada serie de contenidos que afectan a los derechos ciudadanos y que requieren de una clara posición institucional.
Hay pues mucho más que entretenimiento y diversión en todo esto. Para el bien de los festivales culturales y de todos aquellos que dejan algo más que residuos a su paso, sean de la clase que sean, es necesaria esa regulación en todos los aspectos citados. Puede que en más: marcos. Y límites. Los límites se pueden traspasar cada vez que se quiera cuando no existen.
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